miércoles, 20 de febrero de 2013

Missolonghi 1824. John Crowley.


El milord inglés, decepcionado pero no abochorna­do ni contrito, retiró sus manos de los hombros del muchacho.
–¿No? –dijo–. No. Muy bien, de acuer­do, de acuerdo; si es así, tendrás que perdonarme...
El muchacho, desesperado, pensando que había ofendido al caballero inglés, se aferró al capote de tartán del milord hablando a borbotones en romai­co, sacudiendo la cabeza, al borde de las lágrimas.
–No, no, querido mío –dijo el milord–. Tú no tienes para nada la culpa. He sido yo que, confundi­do por tus demostraciones de afecto, me dejé llevar, e hice algo impropio. Ha sido sólo eso, y eres tú el que debe perdonarme a mí.
Con su andar extraño, su cojera desacompasada y vacilante, fue hasta el sofá, y se reclinó en él. El muchacho siempre erecto, plantado allí en el centro de la cámara, inició (pasando al italiano) una larga perorata acerca de la devoción y el respeto que sen­tía por el noble señor, que le era tan caro como la vida misma. El noble señor lo observaba con curio­sidad, sonriendo. De pronto, alzó una mano como para atajar el discurso del muchacho: –Oh, basta, basta. No ves que son precisamente sentimientos como éstos los que me confundieron. De veras, te lo juro, me equivoqué y no volverá a suceder. Pero no te quedes ahí de pie, sermoneándome, no hagas eso; ven, y por lo menos siéntate a mi lado. Ven.
El muchacho, sabiendo que una frialdad digna era casi siempre la actitud más apropiada cuando al­guien le hacía ese tipo de proposiciones, se acercó y se detuvo, todavía de pie, al lado de su patrón, con las manos cruzadas a la espalda.
–Bien –dijo el milord, adoptando a su vez un aire más serio–. Te diré una cosa. Si no te quedas así, tieso como un palo, si pones tu cara de todos los días... siéntate, ¿quieres?, entonces... entonces, ¿qué haré yo? Te contaré una historia.
El muchacho se ablandó instantáneamente. Se sentó, o se acuclilló, al lado de su amo, no en el sofá, sino en el suelo, sobre los harapos de una al­fombra. –Una historia –dijo–. ¿Una historia de qué, de qué?
–De qué, de qué –dijo el inglés. Empezaba a sen­tir aquí y allá, dentro, en todas partes, en ninguna, los dolores familiares de la noche–. Si tienes la bon­dad de graduar la lámpara –dijo– y de abrir un bo­tellón de esa ginebra Holland y servirme una copa con un poco de limonata, y echar después un leño al fuego... entonces veremos «de qué, de qué».
El exiguo aposento estaba ahora a obscuras, aun­que no en silencio: todavía se oían los resoplidos y relinchos de los caballos que entraban en el patio, las voces de los soldados suliotas y de los pedigüeños y gorrones que se congregaban alrededor de las fo­gatas de la cocina, conversaciones que podían ter­minar en insultos, disputas, grescas, o disolverse en risotadas. En lo posible, el noble caballero extranje­ro de quien todos dependían excluía a aquella gente de la privacidad de este recinto; aquí tenía él su sofá, y la mesa que utilizaba para escribir: montones de correspondencia, en hojas de papel timbrado con cantos dorados para impresionar, o en papel común para explicar (interminables las explicaciones, las li­sonjas, las concesiones que estos griegos exigían de él); y otra pila de papeles, grandes folios entrevera­dos, profusamente anotados: las estrofas de un poe­ma; últimamente le había costado recordar que estaba escribiéndolo. Y también encima de la mesa, entre los papeles en desorden, no tan incongruentes ahora como le habrían parecido en otras épocas, una espada de ceremonia dorada, un fantástico yelmo empenachado de estilo griego, y una pistola Manton.
Bebió a sorbos la ginebra que el muchacho le había servido, y dijo: –Muy bien. Una historia. –El muchacho se sentó otra vez en cuclillas sobre la al­fombra, los obscuros ojos alzados hacia su amo, aler­ta como un lebrel: y el poeta vio en su rostro esa insaciable apetencia de historias (¿en qué muchacho de su edad en Inglaterra, en qué chico de la escuela pública o incluso en qué hijo adolescente de carrete­ro o campesino encontraría esa expresión?), esa mis­ma apetencia insaciable que debió reflejarse en los rostros congregados alrededor de la fogata a cuya lumbre narrara sus historias Homero. Se sentía casi avergonzado por la expresión abierta, confiada del rostro del muchacho: le podría contar cualquier cosa, y se la creería.
–Bueno, esto ha de haber acontecido –dijo–, calculo yo, en el año en que tú naciste, poco más o menos; y aconteció en un distrito no muy distante de este lugar, allá en la Morea, una región que tus propios antepasados, hace mucho, muchísimo tiem­po, llamaban Arcadia.
–Arcadia –dijo el muchacho en romaico.
–Sí. ¿Has estado allí?
El muchacho meneó la cabeza.
–Agreste y extraña resultaba para mí en aquel entonces. Yo era muy joven, no mucho mayor que tú en este momento, por difícil que te resulte imagi­nar que fui así alguna vez. Y estaba viajando, estaba viajando porque... bueno, no sabía por qué; por el gusto de viajar, en realidad, aunque eso era algo difí­cil de explicar a los turcos, que no viajan por placer, sabes, sino por lucro. Sin embargo, yo descubrí para qué viajaba: eso es parte de esta historia. Y una parte también de la historia de cómo he venido a parar a este lugar, a esta ciénaga nefasta donde estoy ahora contigo, contándotela.
»En Inglaterra, sabes, donde casi toda la gente es hipócrita por naturaleza, y por lo tanto se escandali­za con facilidad, una proposición como la que yo te hice en un momento de ofuscación, querido mío, de haber llegado a ser de público conocimiento, nos habría metido a los dos, pero sobre todo a mí, en un brete de todos los demonios. Cuando yo era joven ahorcaron a un hombre por hacer esas cosas, o más bien porque lo descubrieron haciéndolas. Nuestros vicios son las putas y la bebida, sabes; otros vicios son severamente castigados.
»Sin embargo, no fue eso lo que me instó a via­jar; tampoco fueron las mujeres, eso vendría más adelante. No, yo creo que fue el clima, por encima de todo. –Se ciñó un poco más el tartán alrededor del cuerpo.– Bueno, esta humedad invernal, esta llu­via de hoy, de todos los días de esta semana; estas nieblas. Imagínate que no cesaran nunca: verano e invierno, siempre igual, salvo que en invierno es... bueno, ¿cómo voy a explicarte un invierno inglés? Ni lo intentaré.
»Tan pronto como mis pies tocaron estas playas, supe que por fin había llegado a mi verdadero ho­gar. Yo no era un ciudadano de Inglaterra en viaje por el extranjero. No: éste era mi país, mi clima, mi aire. Escalé el Himeto y escuché a las abejas. Subí a la Acrópolis. (Lord Elgin conspiraba a la sazón para saquear los edificios: quería llevar las estatuas a In­glaterra, enseñar a esculpir a los ingleses; a los ingle­ses que son tan capaces de esculpir como tú de pati­nar) Estuve en el bosque sagrado de Apolo en Claros: sólo que ya no existe allí ningún bosque, ahora todo es polvo. Tú, Loukas, tú y tus padres habéis talado todos los árboles, y los habéis quemado, no sé si por resentimiento o porque necesitabais leña, pero allí me detuve, en medio de las nubes de polvo, a pleno sol, y pensé: He llegado dos mil años demasia­do tarde.
»Esa era la pena que empañaba mi felicidad, ¿te das cuenta? Yo no menospreciaba a los griegos de hoy, como lo hacían muchos de mis compatriotas, no pensaba como ellos que han degenerado, y que se merecen a sus amos turcos. No, yo me deleitaba con su compañía, muchachas y muchachos, albaneses, suliotas y atenienses. Estaba enamorado de Ate­nas, de sus calles estrechas y escuálidas, de sus mer­cados. No hacía excepción alguna. Sin embargo... Cómo deseaba no haberla perdido, y qué bien sabía que la había perdido para siempre. La Grecia de Homero; la de Píndaro; la de Safo. Sí, mi joven amigo: tú conoces soldados y ladrones con esos nom­bres; yo hablo de otros.
»Pasé el invierno en Atenas. Cuando llegó el ve­rano organicé una expedición a la Morea. Iba con­migo mi valet Flechter, a quien tú conoces, pues to­davía está aquí conmigo; y mis dos sirvientes albaneses, muy feroces y codiciosos y leales, bebien­do cada día odres enteros de vino Zean a ocho paras el oke. Y mi nuevo amigo griego Nikos, que es tu predecesor, Loukas, tu prototipo podría decir, el ori­ginal de todos vosotros, los que yo he amado: la única diferencia era que él también me amaba.
»Esas montañas a las que íbamos, sabes, pueden verse desde aquí, desde estas ventanas, en un día cla­ro y sin nubes como no los hemos tenido desde hace meses; esas montañas allá en el sur del otro lado de la bahía, que parecen tan desnudas y severas. Las cimas son desnudas, casi todas; pero todavía quedan restos de las antiguas florestas allá abajo, en los va­lles, y en los precipicios donde vierten sus aguas los ríos subterráneos. Hay bosques y prados: sí, ovejas y también pastores en Arcadia.
»Es, como sabes o tal vez no, la tierra de Pan; a veces os atribuyo a vosotros, los griegos, una sabidu­ría que tendría que haberos venido con la sangre, pero que no ha sido así. El país de Pan; donde nació, donde todavía vive. Los poetas de la antigüedad de­cían que su hora era el mediodía, cuando sestea en las colinas; cuando, aunque no vieras al dios cara a cara (ay de ti si llegabas a verlo), oías su voz, o el sonido de sus flautas; una música triste, porque en el fondo es un dios triste, y llora por Eco, su amor perdido.
El poeta dejó de hablar un largo rato. Recordaba esa música, escuchada en la deslumbrante plenitud del sol arcadio, una música no diferente del cantu­rreo del mediodía mismo, ese canturreo rítmico, innominado, compuesto por zumbidos de insectos, exhalaciones de los árboles, el acelerado latir de tu propia sangre en tu cabeza recalentada por el sol. Sin embargo, también aquel zumbido era un canto, poderoso y vivificante; y triste, infinitamente triste: pues hasta un dios podía confundir las reverberacio­nes de su propia voz con la voz del amor.
Había otros dioses en aquellas montañas además del gran Pan, o los hubo en otros tiempos; el peque­ño grupo de viajeros atravesaba bosques o pasaba cerca de estanques donde en otra época habían eri­gido pequeñas estelas, hoy en día escoradas, cariadas y mohosas o rotas y deterioradas, pero cuyas figuras podían aún descifrarse algunas veces: rústicas ninfas, medias figuras achaparradas de hombres barbudos con cuernos y grandes falos, rotos o intactos. Los ortodoxos del grupo se santiguaban cuando pasa­ban por delante, los musulmanes apartaban los ojos o las señalaban y se reían á carcajadas.
–Los dioses menores de las regiones boscosas –dijo el poeta–. Los dioses de los cazadores y los pescadores. Me recordaban mi tierra natal, Escocia, donde los hombres y las mujeres todavía creen hoy en hadas y duendes, y les dejan comida, o amuletos para aplacarlos. Era muy, muy parecido.
»Y no me cabe duda de que esos viejos escoceses tienen sus razones para actuar como lo hacen, tan buenas razones como las que tuvieron los griegos. Como las que todavía tienen... por donde viene a cuento esta historia.
Bebió otra vez (necesitaría bastante más que esa copa para pasar la noche) y posó una mano cautelo­sa en los negros rizos de Loukas. –Fue en uno de esos claros donde acampamos una noche. Tanto bai­laron y cantaron los albaneses alrededor del fuego, "Cuando éramos ladrones en Targa", y estoy seguro de que lo habían sido, y tan simpático me había caí­do a mí el lugar, que al mediodía del día siguiente todavía estábamos allí, descansando a nuestras an­chas.
«Mediodía. Canto de Pan. Pero también alcan­zábamos a oír otros sonidos, ruidos humanos, un cuerno de caza, estallidos y estampidos en la cañada más allá de nuestro campamento. Y luego figuras: campesinos armados con rastrillos y garrotes, un viejo con una escopeta.
»Era evidente que había algo así como una bati­da, aunque costaba imaginar que las presas de caza fueran en aquellas montañas tan abundantes como para atraer a semejante multitud; costaba creer que muchos jabalíes o ciervos pudieran subsistir en la región, pero a juzgar por el alboroto que armaban los aldeanos se hubiera dicho que andaban persi­guiendo un tigre.
»Durante un rato nos unimos a la partida, tra­tando de ver qué pasaba. Un grito se elevó desde el suelo en la parte más espesa del bosque, y por un instante vi, sí, algo así como una bestia delante de la jauría, huyendo enloquecida hacia los matorrales, y oí el grito de un animal... luego nada más. A Nikos no le gustaba esa persecución en el calor de la jorna­da, y la partida acabó por dispersarse fuera del al­cance de nuestra vista.
»Hacia el anochecer llegamos a la aldea misma, en la cima de una montaña y un paso: un puñado de casas, y más arriba, en la escarpa, un monasterio donde los monjes se mortificaban ayunando hasta la inanición, una taberna y una iglesia. La excita­ción era tremenda; los hombres se pavoneaban por la calle con sus armas. Al parecer, la caza había sido fructífera, pero no era fácil determinar qué presa habían capturado. Yo apenas hablaba romaico en aquel entonces; los albaneses, ni media palabra. Nikos, que hablaba italiano y un poco de inglés, despreciaba a los habitantes de esas montañas, y el trabajo de traductor pronto empezó a resultarle abu­rrido. Pero poco a poco fui concibiendo la idea de que el objeto de aquella persecución a través de fron­das y cañadas no había sido un animal sino un hom­bre, un pobre loco tal vez, un hombre salvaje de los bosques a quien habían capturado con el solo pro­pósito de mortificarlo. Y a quien ahora tenían en­jaulado en los aledaños, en espera, al parecer, de que lo juzgara algún caudillejo de la aldea.
»Yo sabía demasiado bien a qué extremos podían llegar el fanatismo y la intolerancia de gentes como aquellos aldeanos, y de los griegos y también de sus amos turcos, llegada la ocasión. Quienquiera que los amedrentase, o que se granjeara su antipatía o des­aprobación, tendría grandes problemas con ellos. Ese mismo invierno en Atenas yo había intercedido por una mujer a quien las autoridades turcas habían con­denado a muerte, pues la habían sorprendido en un amor ilícito. No conmigo: conmigo no la habían sor­prendido. No obstante, me propuse salvarla, cosa que logré con mucha bambolla y una cierta cantidad de plata. Pensé que acaso pudiera socorrer al pobre infeliz que esa gente había capturado. No so­porto ver enjaulado ni a un animal salvaje.
»Nadie vio con buenos ojos mi intervención. El caudillejo de la aldea no quiso recibirme. Los aldea­nos escapaban de mis albaneses; los más fanfarro­nes, los primeros en huir. Cuando por fin encontré a un sacerdote que pudiera darme alguna explica­ción sensata, sólo me dijo que yo estaba muy equi­vocado y que lo mejor que podía hacer era no in­miscuirme. Estaba terriblemente excitado, y habló de violación, no una sino muchas, o la posibilidad de que las hubiera en todo caso, pero que habían sido evitadas, gracias a Cristo. Pero yo no podía dar crédito a lo que el sacerdote parecía decir: que el cautivo no era en modo alguno un loco sino un hom­bre de los bosques, alguien que nunca había vivido entre seres humanos. Nikos tradujo lo que decía el cura: "Habla, sí, pero nadie entiende lo que dice".
»Ahora yo estaba más fascinado aún. Pensé que quizá fuera uno de esos Niños Salvajes, de los que se cuentan historias de tanto en tanto, abandonados para que mueran y criados por lobos; cosas a las que uno no da crédito normalmente, pero... Había algo en la atmósfera de la aldea, en la frenética exaltación del cura, una mezcla de temor y de triunfo, que hizo que me abstuviera de seguir preguntando. Esperaría el momento.
»Había empezado a obscurecer, y la gente de la aldea parecía estar preparándose para una nueva bru­talidad. Habían encendido antorchas de pino a lo largo del camino de la cañada, donde retenían al cautivo. Parecía posible que planearan quemar vivo al infeliz; yo debía impedir que pusieran en práctica cualquier idea de ese tipo, sin pérdida de tiempo.
»Como Maquiavelo, escogí una combinación de fuerza y persuasión como la más adecuada para lle­var a cabo mi propósito. Pagué para los hombres de la aldea una cantidad de bebida en la taberna y apos­té a mis albaneses armados en el sendero que con­ducía al pequeño valle donde se encontraba el cau­tivo. Luego me acerqué en paz dispuesto a verlo todo con mis propios ojos.
»Al fulgor de las antorchas vi la jaula, postes ver­des atados juntos. A la rastra, me acerqué a ella con sigilo, no queriendo despertar la alarma de quien­quiera que fuese el prisionero. El corazón me latía con violencia, y yo no sabía porqué. Cuando me hube acercado, una mano obscura salió de la jaula y aferró uno de los barrotes. Algo en el movimiento de aquella mano, no puedo decir qué, no era el mo­vimiento de una mano humana, sino la de una bes­tia; pero ¿qué bestia?
»Lo que a continuación me llegó fue el olor; una fetidez invasora, penetrante, que nunca más he vuelto a sentir pero que reconocería instantáneamente. Había un algo de sufrimiento y de miedo en ese olor, el olor de un animal que ha sido herido y se ha ensu­ciado; pero era a la vez una historia de vida, una mugre feroz que se ha sedimentado en libertad, sin trabas... no sé, es imposible, a la lengua le faltan pa­labras para describir los olores, por potentes que sean. Ahora sabía que lo que había en la jaula no era un hombre; sólo un animal peludo podía retener de ese modo un hedor tan terrible. Y sin embargo: Habla, había dicho el cura, y nadie lo entiende.
»Escudriñé el interior de la jaula. Al principio, no vi nada; oía, sin embargo, una respiración ansio­sa, e intuí una serena quietud, la tensión de una cria­tura que espera un ataque. De pronto parpadeó, y entonces vi sus ojos clavados en mí.
»Tú conoces los ojos de tus antepasados, Loukas, los ojos pintados en las ánforas y en las estatuas más antiguas; esos enormes ojos almendrados, trazados en negro, de pupilas también negras, y que miran, miran, desbordantes de una vida que no es de este mundo. Así eran sus ojos. Ojos griegos que ningún griego ha tenido jamás; blancos en las alargadas co­misuras, con grandes centros de ónix.
«Parpadeó de nuevo, y se movió dentro de la jau­la: sus captores la habían hecho demasiado pequeña para que pudiera mantenerse erguido, y debía de sufrir horriblemente encerrado en ella. Levantó las piernas. Pugnaba por encontrar una posición más soportable, y un pie se le deslizó entre los barrotes hacia abajo y rozó casi mi rodilla, allí donde yo esta­ba en cuclillas en el polvo. Y supe entonces por qué cuando hablaba nadie lo entendía.

Al principio pensó que había más de un animal con­finado en la pequeña jaula; su mente se resistía a conciliar ese pie extendido entre los barrotes y esa espinilla descarnada con el personaje de ojos gran­des y respiración jadeante que había entrevisto den­tro. Hendido: el pie que los cristianos tomaron de Pan y de los hijos de Pan para atribuirlo al Diablo. El poeta siempre había considerado su propio pie deforme como una especie de signo de su paren­tesco con los seres de aquella raza, a los que, sin embargo, junto con el resto de la humanidad moderna, había considerado meras fantasías. No lo eran: no ése, maloliente, jadeante, a la espera de palabras.
–Ahora sabía por qué me latía con tanta violen­cia el corazón. Me parecía asombroso pero muy pro­bable que sólo yo, entre todos los griegos que había en el lugar, sólo yo tal vez de todos los mortales que había en Arcadia aquella noche, conociera la lengua que debería hablar esa criatura: porque me la habían hecho estudiar, sabes, me habían obligado a apren­derla a fuerza de golpes y súplicas y sobornos duran­te muchos y muy largos años en Harrow. ¿Era eso el destino? ¿Nuestro dios–padre me habría llevado allí esa noche para que le hiciera a ese hijo suyo algún bien?
»Arrimé la cara a los barrotes de la jaula. Temí por un momento haber olvidado todos aquellos mi­les de versos aprendidos de memoria. El único en que pude pensar no era demasiado apropiado. Can­ta, oh Musa, dije, que un hombre de gran inventiva, que ha viajado por tierras y por mares... y los ojos le centellearon. No me había equivocado: la criatura hablaba el griego de Homero, no el de estos hom­bres de la edad de hierro.
»¿Qué iba yo a decir ahora? Él permanecía callado e inmóvil dentro de su jaula, a no ser por la mano que asía los barrotes, esperando más. Comprendí que debía de estar herido, parecía obvio que a menos que estuviese herido nunca hubieran podido apre­sarlo. Yo sabía una sola cosa: no consentiría que me apartaran de él. Hubiera podido permanecer allí toda la noche, toda la vida. Busqué en la obscuridad la almendra blanca de sus ojos y pensé: No la he perdi­do, no, después de todo: me esperaba aquí para que la encontrase.
»Sin embargo, yo no tendría toda la noche. Ahora mis albaneses descargaban sus armas, la señal que habíamos convenido, y se oían gritos coléricos; los hombres de la aldea, a estas alturas convenientemente exaltados, se encaminaban hacia nosotros. Saqué de mi bolsillo una cortaplumas, todo lo que llevaba con­migo, y me puse a trabajar en la dura fibra de las cuerdas de la jaula.
»Atrema, dije, atrema, atrema que, recordaba, era "silencio, silencio". La criatura no se movió ni hizo ruido alguno mientras yo cortaba, pero cuando me apoyé en uno de los barrotes con la mano izquierda para sostenerme, extendió una mano de largas uñas negras y me agarró la muñeca. No con furia, pero tampoco con ternura: con fuerza, con deliberación.
Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca. No me soltó hasta que hube cortado las cuerdas y separado los barrotes.
»Había salido la luna, y él se asomó a la luz. No era más alto que un niño de ocho años y sin embar­go con qué fuerza atrajo la obscuridad hacia él, como si a la noche le hubiese faltado algo hasta entonces y él la hubiese completado al salir de la jaula. Vi que en verdad estaba herido: estrías de sangre le corrían por el pecho desnudo donde se había lastimado al caer o rodar por un declive escarpado. Vi los cuer­nos curvos alomados que le emergían de la apelma­zada pelambre de la cabeza; le vi el sexo, grande, sostenido contra el vientre por un repliegue de piel, como el de un perro o el de un macho cabrío. Aler­ta, la respiración siempre agitada, (el pecho palpi­tante, como si el corazón que alojaba fuese enorme) miraba en derredor, calculando qué lado era el más favorable para huir.
»Ahora vete, le dije. Vive. Cuida de que no vuel­van a cercarte otra vez. Escóndete de ellos cuando de­bas hacerlo; róbales cuando puedas. Apodérate de sus mujeres y sus hijas, orina en sus huertos, arranca sus alambrados, enloquece sus ovejas y sus cabras. Enséña­les a temer. Nunca nunca más dejes que te capturen.
»Digo que le dije todo esto, pero confieso que no podía pensar ni la mitad de las palabras; mi grie­go había huido de mí. No importa: él clavaba en mí sus grandes ojos ardientes como si comprendiera. Lo que él me respondió no puedo decírtelo, aunque habló, sí, y sonrió; sólo fueron unas pocas palabras, con una voz cálida, vinosa, sonora y dulce. Eso fue una sorpresa. Tal vez era de Pan de quien recibía esa música. Puedo decirte que más de una vez he trata­do de sacar esas palabras de donde sé que se encuen­tran escondidas, en lo más recóndito de mi corazón; creo que eso es en realidad lo que hago cada vez que intento escribir un poema. Y de vez en cuando, sí, no con frecuencia, pero algunas veces, vuelvo a es­cucharlas.
»Después se dejó caer sobre las manos, casi como lo haría un mono; dio media vuelta y echó a correr, y el mechón de pelos de la cola le flameó una vez, como en una liebre. Cuando llegó al final de la ca­ñada, justo al filo de la arboleda, se volvió un ins­tante y me miró. Y eso fue todo.
»Yo me quedé allí, sentado en cuclillas en el pol­vo, sudando en el aire de la noche. Recuerdo haber pensado que lo extraño del suceso era que hubiese sido en verdad tan apoético. No tenía ningún parecido con cualquier posible historia de un encuentro entre un hombre y un dios, o un dios menor, que yo hubiese oído jamás. No me fue concedido ningún don, no se me hizo ninguna promesa. Había sido como liberar a una nutria de una nasa. Y eso, aun­que parezca mentira, fue lo que hizo que yo me sin­tiera tan feliz. La diferencia, hijo, entre los dioses verdaderos y los imaginarios es ésta: que los dioses verdaderos no son menos reales que tú.
Ya era medianoche profunda en la aldea; el albo­roto había cesado, y de nuevo había comenzado a llover: las gotas chispeaban contra los techos, sisea­ban al caer sobre las fogatas.

No era verdad lo que le había dicho al muchacho: que no le había sido concedido ningún don, que no se le había hecho ninguna promesa. Porque fue des­pués de Grecia cuando entró en posesión de esa cua­lidad por la cual, además de su facilidad para el ver­so, era esencialmente famoso: el don (no siempre fácil de sobrellevar) de atraer el amor de muchas gen­tes, de las clases y condiciones más diversas. Había aceptado el amor que inspiraba, y había buscado más, y tuvo también eso. Sátiro, lo habían llamado con frecuencia. Él suponía, cuando alguna vez pensaba en ese don, que lo había recibido de la mano del encornado: una parte del irresistible poder de fasci­nación de aquella criatura.
Bueno, si fuera así, él ya no poseía ese don: lo había gastado, consumido, agotado. Tenía treinta y seis años y parecía y se sentía mucho más viejo: en­fermo y lisiado, la cara abotagada, la tez gris y maci­lenta, el bigote cano: absurdo imaginar que pudiera ser el objeto del amor de Loukas.
Pero sin amor, sin su fantástica posibilidad, él no podría ya defenderse del vacío: de la ominosa certe­za de que la vida no importaba un ardite, pues no era más que un breve compendio de locura y sufri­mientos que no valía la pena soportar. Él no se resig­naría a aceptarla en esos términos; no, él la cambia­ría por algo más precioso... por Grecia. Libertad. Hubiera querido dar la vida por algo heroico, pero incluso la muerte miserable que parecía ahora es­perarlo aquí, en esta ciénaga mefítica, incluso eso tenía algún valor: la debería, en todo caso, a este clima que hizo de él un poeta: a la bendición que había recibido.
–Desde entonces, no he tenido noticias de que se haya visto en estas montañas una criatura de esa especie –dijo–. Yo creo, sabes, que los dioses menores son los más viejos, más que los del Olimpo, más, mucho más viejos que Jehová. No permita Pan que este haya muerto, si era el último de su especie...
Lo despertaron los disparos de los fusiles de los suliotas, fuera de la aldea. Penosamente, levantó la cabeza de la almohada empapada en sudor. Exten­dió una mano y pensó por un momento que Lion, su perro Terranova, yacía a los pies de la cama. Era el muchacho Loukas, dormido.
Se incorporó, apoyándose en los codos. ¿Qué había soñado? ¿Qué historia había contado?


Título original: “Missolonghi 1824”, 1990. Traducción de Matilde Horne.



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