viernes, 24 de mayo de 2013

Prólogo. Jorge Luis Borges.


Los sueños, que tejen buena parte de nuestra vida, han sido prolijamente estudiados, desde Artemidoro hasta Jung; no así la pesadilla, el tigre del género. Vaga ceniza del olvido y de la memoria, los sueños de la noche son lo que van dejando los días; la pesadilla nos depara un sabor singular, del todo ajeno a la vigilia común. En determinadas obras de arte reconocemos ese inequívoco sabor. Pienso en el doble castillo del cuarto canto del Infierno, en las cárceles de Piranesi, en ciertas páginas de De Quincey y de May Sinclair y en el Vathek de Beckford.
William Beckford (1760-1844) heredó una vasta fortuna, que dedicó al estudio y al ejercicio de las artes, a la edificación de palacios, a los placeres, a la ostentosa reclusión, a la colección de libros y de grabados y, siquiera al principio, a esa douceur de vivre que sólo conocieron, se afirma, aquellos a quienes le fue dado vivir antes de la revolución francesa. Su maestro de música fue Mozart. Erigió altas torres efímeras en Portugal y en Inglaterra, en Cintra y en Fonthill. Encarnó para sus contemporáneos el tipo de lord excéntrico. Se pareció de algún modo a Byron o a la imagen que hoy tenemos de Byron. A los diecisiete años redactó biografías satíricas de pintores flamencos, cuya labor admiraba. Su madre descreía, como Gibbon, de las universidades inglesas; William se educó en Ginebra. Recorrió los Países Bajos e Italia, a los que dedicó un libro anónimo en forma epistolar, que casi inmediatamente destruyó y del que sólo quedan seis ejemplares. Durante un tiempo circuló la versión de que tres días y dos noches de 1781 le bastaron para escribir Vathek. Esta leyenda es una prueba de la unidad del libro. Beckford lo redactó en francés; el inglés era entonces, como las otras lenguas germánicas, un tanto lateral. En 1876, Mallarmé prologó una reimpresión del original.
La influencia tutelar del Libro de las Mil y Una Noches no es menos evidente en estas páginas que la invención y la buena ejecución de la fábula. Andrew Lang declara o sugiere que la invención del Alcázar del Fuego Subterráneo es la mayor gloria de este volumen.


Prólogo a Vathek, (Colección Biblioteca Personal).



Prólogo. Jorge Luis Borges.


Hacia mil novecientos treinta y tantos yo era auxiliar primero de una casi secreta biblioteca en los arrabales del oeste. Me encargaron la adquisición de libros ingleses, que sólo yo leería. Al hojearlos recobré con asombro una tarde de mi niñez: la tarde en que leí, en otro arrabal, el Vathek de Beckford (1760-1844). Esencialmente la fábula de Vathek no es compleja. Vathek (Harún Benalmotásim Vatiq Bilá, noveno califa abbasida) erige una torre babilónica para descifrar los planetas. Estos le auguran una sucesión de prodigios, cuyo instrumento será un hombre sin par, que vendrá de una tierra desconocida. Un mercader llega a la capital del imperio: su cara es tan atroz que los guardias que lo conducen ante el califa avanzan con los ojos cerrados. El mercader vende una cimitarra al califa; luego desaparece. Grabados en la hoja hay misteriosos caracteres cambiantes que burlan la curiosidad de Vathek. Un hombre (que luego desaparece también) los descifra; un día significan: Soy la menor maravilla de una región donde todo es maravilloso y digno del mayor príncipe de la tierra; otro: Ay de quien temerariamente aspira a saber lo que debería ignorar. El califa se entrega a las artes mágicas; la voz del mercader, en la oscuridad, le propone abjurar la fe musulmana y adorar los poderes de las tinieblas. Si lo hace, le será franqueado el Alcázar del Fuego Subterráneo. Bajo sus bóvedas podrá contemplar los tesoros que los astros le prometieron, los talismanes que sojuzgan el mundo, las diademas de los sultanes preadamitas y de Suleimán Bendaúd. El ávido califa se rinde; el mercader le exige cincuenta sacrificios humanos. Transcurren muchos años sangrientos; Vathek, negra de abominaciones el alma, llega a una montaña desierta. La tierra se abre; con terror y con esperanza, Vathek baja hasta el fondo del mundo. Una silenciosa y pálida muchedumbre de personas que no se miran erra por las soberbias galerías de un palacio infinito. No le ha mentido el mercader: el Alcázar del Fuego Subterráneo abunda en esplendores y en talismanes, pero también es el Infierno. (En la congénere historia del doctor Fausto, y en las muchas leyendas medievales que la prefiguraron, el Infierno es el castigo del pecador que pacta con los dioses del Mal; en ésta es el castigo y la tentación.)
Saintsbury y Andrew Lang declaran o sugieren que la invención del Alcázar del Fuego Subterráneo es la mayor gloria de Beckford. Yo afirmo que se trata del primer Infierno realmente atroz de la literatura. Arriesgo esta paradoja: el más ilustre de los avernos literarios, el dolente regno de la Comedia, no es un lugar atroz; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La distinción es válida.
Stevenson (A Chapter on Dreams) refiere que en los sueños de la niñez lo perseguía un matiz abominable del color pardo; Chesterton (The Man who was Thursday) imagina que en los confines occidentales del mundo acaso existe un árbol que ya es más, y menos, que un árbol, y en los confines orientales, algo, una torre, cuya sola arquitectura es malvada. Poe, en el Manuscrito encontrado en una botella, habla de un mar austral donde crece el volumen de la nave como el cuerpo viviente del marinero; Melville dedica muchas páginas de Moby Dick a dilucidar el horror de la blancura insoportable de la ballena... He prodigado ejemplos; quizá hubiera bastado observar que el Infierno dantesco magnifica la noción de una cárcel; el de Beckford, los túneles de una pesadilla. La Divina Comedia es el libro más justificable y más firme de todas las literaturas: Vathek es una mera curiosidad, the perfume and suppliance of a minute; creo, sin embargo, que Vathek pronostica, siquiera de un modo rudimentario, los satánicos esplendores de Thomas de Quincey y de Poe, de Charles Baudelaire y de Huysmans. Hay un intraducible epíteto del dialecto escocés, el epíteto uncanny, para denotar el horror sobrenatural; ese epiteto (unheimlich en alemán) es aplicable a ciertas páginas de Vathek; que yo recuerde, a ningún otro libro anterior.
Chapman indica algunos libros que influyeron en Beckford: la Bibliothéque Orientale, de Barthélemy d’Herbelot; los Quatre Facardins, de Hamilton; La Princesa de Babylone, de Voltaire; las siempre denigradas y admirables Mille et une Nuits, de Galland. Yo complementaría esa lista con las Carceri d’invenzione, de Piranesi; aguafuertes alabadas por Beckford, que representan poderosos palacios, que son también laberintos inextricables. Beckford, en el primer capítulo de Vathek, enumera cinco palacios dedicados a los cinco sentidos; Marino, en el Adone, ya había descrito cinco jardines análogos. Del Marino siempre recuerdo aquella metáfora del ruiseñor: sirena dei boschi.
Sólo tres días y dos noches del invierno de 1782 requirió William Beckford para redactar la trágica historia del califa. Lo hizo en francés. Según un dato registrado por mi compatriota, el crítico y poeta Enrique Luis Revol, Vathek fue el libro de cabecera de Byron. Beckford encarnó un tipo suficientemente trivial de playboy millonario, gran señor, viajero, bibliófilo, libertino y constructor de palacios. Levantó una azarosa mansión en Fonthill; de la cual, quizá afortunadamente para el buen gusto, no queda piedra sobre piedra.


Prólogo a Vathek, (Colección La Biblioteca de Babel).



Sobre el “Vathek” de William Beckford. Jorge Luis Borges.


Wilde atribuye la siguiente broma a Carlyle: una biografía de Miguel Ángel que omitiera toda mención de las obras de Miguel Ángel. Tan compleja es la realidad, tan fragmentaria y tan simplificada la historia, que un observador omnisciente podría redactar un número indefinido, y casi infinito, de biografías de un hombre, que destacan hechos independientes y de las que tendríamos que leer muchas antes de comprender que el protagonista es el mismo. Simplifiquemos desaforadamente una vida: imaginemos que la integran trece mil hechos. Una de las hipotéticas biografías registraría la serie 11, 22, 33...; otra, la serie 9, 13, 17, 21...; otra, la serie 3, 12, 21, 30, 39... No es inconcebible una historia de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de su cuerpo; otra, de las falacias cometidas por él; otra, de todos los momentos en que se imaginó las pirámides; otra, de su comercio con la noche y con las auroras. Lo anterior puede parecer meramente quimérico; desgraciadamente, no lo es. Nadie se resigna a escribir la biografía literaria de un escritor, la biografía militar de un soldado; todos prefieren la biografía genealógica, la biografía económica, la biografía psiquiátrica, la biografía quirúrgica, la biografía tipográfica. Setecientas páginas en octavo comprende cierta vida de Poe; el autor, fascinado por los cambios de domicilio, apenas logra rescatar un paréntesis para el “Maelström” y para la cosmogonía de Eureka. Otro ejemplo: esta curiosa revelación del prólogo de una biografía de Bolívar: «En este libro se habla tan escasamente de batallas como en el que el mismo autor escribió sobre Napoleón». La broma de Carlyle predecía nuestra literatura contemporánea: en 1943 lo paradójico es una biografía de Miguel Ángel que tolere alguna mención de las obras de Miguel Ángel.
El examen de una reciente biografía de William Beckford (1760-1844) me dicta las anteriores observaciones. William Beckford, de Fonthill, encarnó un tipo suficientemente trivial de millonario, gran señor, viajero, bibliófilo, constructor de palacios y libertino; Chapman, su biógrafo, desentraña (o procura desentrañar) su vida laberíntica, pero prescinde de un análisis de Vathek, novela a cuyas últimas diez páginas William Beckford debe su gloria.
He confrontado varias críticas de Vathek. El prólogo que Mallarmé redactó para su reimpresión de 1876, abunda en observaciones felices (ejemplo: hace notar que la novela principia en la azotea de una torre desde la que se lee el firmamento, para concluir en un subterráneo encantado), pero está escrito en un dialecto etimológico del francés, de ingrata o imposible lectura. Belloc (A Conversation with an Angel, 1928) opina sobre Beckford sin condescender a razones; equipara su prosa a la de Voltaire y lo juzga uno de los hombres más viles de su época, one of the vilest men of his time. Quizá el juicio más lúcido es el de Saintsbury, en el undécimo volumen de la Cambridge History of English Literature.
Esencialmente la fábula de Vathek no es compleja. Vathek (Harún Benalmotásim Vatiq Bilá, noveno califa abasida) erige una torre babilónica para descifrar los planetas. Estos le auguran una sucesión de prodigios, cuyo instrumento será un hombre sin par, que vendrá de una tierra desconocida. Un mercader llega a la capital del imperio: su cara es tan atroz que los guardias que lo conducen ante el califa avanzan con los ojos cerrados. El mercader vende una cimitarra al califa; luego desaparece. Grabados en la hoja hay misteriosos caracteres cambiantes que burlan la curiosidad de Vathek. Un hombre (que luego desaparece también) los descifra; un día significan: “Soy la menor maravilla de una región donde todo es maravilloso y digno del mayor príncipe de la tierra”; otro: “Ay de quien temerariamente aspira a saber lo que debería ignorar”. El califa se entrega a las artes mágicas; la voz del mercader, en la oscuridad, le propone abjurar la fe musulmana y adorar los poderes de las tinieblas. Si lo hace, le será franqueado el Alcázar del Fuego Subterráneo. Bajo sus bóvedas podrá contemplar los tesoros que los astros le prometieron, los talismanes que sojuzgan el mundo, las diademas de los sultanes preadamitas y de Suleimán Bendaúd. El ávido califa se rinde; el mercader le exige cuarenta sacrificios humanos. Transcurren muchos años sangrientos; Vathek, negra de abominaciones el alma, llega a una montaña desierta. La tierra se abre; con terror y con esperanza, Vathek baja hasta el fondo del mundo. Una silenciosa y pálida muchedumbre de personas que no se miran erra por las soberbias galerías de un palacio infinito. No le ha mentido el mercader: el Alcázar del Fuego Subterráneo abunda en esplendores y en talismanes, pero también es el Infierno. (En la congénere historia del doctor Fausto, y en las muchas leyendas medievales que la prefiguraron, el Infierno es el castigo del pecador que pacta con los dioses del Mal; en ésta es el castigo y la tentación.)
Saintsbury y Andrew Lang declaran o sugieren que la invención del Alcázar del Fuego Subterráneo es la mayor gloria de Beckford. Yo afirmo que se trata del primer Infierno realmente atroz de la literatura.[1] Arriesgo esta paradoja: el más ilustre de los avernos literarios, el dolente regno de la Comedia, no es un lugar atroz; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La distinción es válida.
Stevenson (“A Chapter on Dreams”) refiere que en los sueños de la niñez lo perseguía un matiz abominable del color pardo; Chesterton (The Man who was Thursday, IV) imagina que en los confines occidentales del mundo acaso existe un árbol que ya es más, y menos, que un árbol, y en los confines orientales, algo, una torre, cuya sola arquitectura es malvada. Poe, en el “Manuscrito encontrado en una botella”, habla de un mar austral donde crece el volumen de la nave como el cuerpo viviente del marinero; Melville dedica muchas páginas de Moby Dick a dilucidar el horror de la blancura insoportable de la ballena... He prodigado ejemplos; quizá hubiera bastado observar que el Infierno dantesco magnifica la noción de una cárcel; el de Beckford, los túneles de una pesadilla. La Divina Comedia es el libro más justificable y más firme de todas las literaturas: Vathek es una mera curiosidad, the perfume and suppliance of a minute; creo, sin embargo, que Vathek pronostica, siquiera de un modo rudimentario, los satánicos esplendores de Thomas de Quincey y de Poe, de Charles Baudelaire y de Huysmans. Hay un intraducible epíteto inglés, el epíteto uncanny, para denotar el horror sobrenatural; ese epiteto (unheimlich en alemán) es aplicable a ciertas páginas de Vathek; que yo recuerde, a ningún otro libro anterior.
Chapman indica algunos libros que influyeron en Beckford: la Bibliothéque Orientale, de Barthélemy d’Herbelot; los Quatre Facardins, de Hamilton; La Princesse de Babylone, de Voltaire; las siempre denigradas y admirables Mille et une Nuits, de Galland. Yo complementaría esa lista con las Carceri d’invenzione, de Piranesi; aguafuertes alabadas por Beckford, que representan poderosos palacios, que son también laberintos inextricables. Beckford, en el primer capítulo de Vathek, enumera cinco palacios dedicados a los cinco sentidos; Marino, en el Adone, ya había descrito cinco jardines análogos.
Sólo tres días y dos noches del invierno de 1782 requirió William Beckford para redactar la trágica historia de su califa. La escribió en idioma francés; Henley la tradujo al inglés en 1785. El original es infiel a la traducción; Saintsbury observa que el francés del siglo XVIII es menos apto que el inglés para comunicar los «indefinidos horrores» (la frase es de Beckford) de la singularísima historia.
La versión inglesa de Henley figura en el volumen 856 de la Everyman’s Library; la editorial Perrin, de París, ha publicado el texto original, revisado y prologado por Mallarmé. Es raro que la laboriosa bibliografía de Chapman ignore esa revisión y ese prólogo.

Buenos Aires, 1943.


[1] De la literatura, he dicho, no de la mística: el electivo Infierno de Swedenborg —De coelo et inferno, 545, 554— es de fecha anterior.


En Otras inquisiciones, 1952.



Las fantasmagorías de Horace Walpole y William Beckford. María Negroni.


El siglo XVIII inglés presenció algunas efervescencias memorables. La invención de la linterna mágica y el fantascope, el furor de las reseñas literarias, el auge de los shadow plays y los dioramas, el culto de las ruinas, la abigarrada irrupción de las mujeres al ejercicio de la pluma son sólo algunas de ellas y evidencian, en todos los casos, un cambio en los hábitos de producción y consumo cultural, así como una preocupación por las formas y códigos de la representación misma.
El siglo era complejo. No hay que olvidar que el floreciente arte del jardín y los preceptos iluministas a favor de un arte y una filosofía política neoclásicas coinciden, en Inglaterra, con la urbanización de la miseria y una industrialización desenfrenada, que acabó erosionando al Antiguo Orden. Del otro lado del canal, la Revolución Francesa amenazaba de manera explícita.
Los cimbronazos del siglo tuvieron en Horace Walpole y en William Beckford a dos aliados, instigadores y testigos ejemplares. El primero había nacido en 1717 en una familia de nobles y fue, como tantos otros de su época y su clase, coleccionista, escritor de cartas (se conservan cuarenta y cinco volúmenes de su correspondencia), anticuario, editor, ensayista, miembro del Parlamento y experto en Historia, Pintura y Genealogía. Un hombre, en suma, prolijamente excéntrico, cuya contribución más curiosa a la literatura es el libro ya mencionado, The Castle of Otranto (1764).
Esta novela, se sabe, tiene una génesis fascinante. Al parecer, habiendo soñado un castillo, Walpole se retiró de la actividad política, compró unos terrenos a las orillas del Thames, en el área de Strawberry Hill, a menos de treinta millas al sur de Londres, y por años no hizo más que contratar, suplicar, despedir y contrariar a infructuosos arquitectos que no lograban captar las convulsiones de un sueño que él mismo no terminaba de soñar y cuyas reglas, inexorablemente, se le escapaban.
En algún sentido, la construcción de Strawberry Hill puede leerse como epopeya lírica. O, lo que es igual, Como un síntoma, una originalidad. Se sabe que, en lo estrictamente concreto, fracasó. Pero ese primer fracaso le puso en las manos un segundo, esta vez esplendoroso. Algo, al parecer, había macerado dentro de él y entonces, su fantasmagoría nocturna pudo transformarse en proeza, surgir como escritura, es decir como reliquia de una carencia, como el rostro admirable de una pérdida.
Por su parte, el castillo de Strawberry Hill, producto de tantas idas y vueltas, existe hoy como una prueba más, si hiciera falta, de que la imaginación se revela, casi siempre, como una forma de la angustia. Todo en él es una prueba ostentatoria de esta premisa. Los espejos que siguen las formas forestales del gótico, tal como las describió John Ruskin en The Stones of Venice (1858). Los cuartos oscuros y claustrofóbicos. Las chimeneas, inspiradas en las tumbas de las grandes catedrales de Westminster, York o Canterbury. Las ventanas en forma de rosetas. Las paredes de seda de damasco. Algunos techos, tapizados de terciopelo escarlata, trenzados con hilos dorados y tachonados de borlas y festones. Nichos en las paredes, pequeñas criptas donde reposan estatuas de comendadores, armaduras de caballeros andantes, claustros saturados de curiosidades, como si lo religioso importara sólo como ornato. Todo es tan monástico en mi casa, decía Walpole, suspirando, a quienes lo visitaban mientras desayunaba en la recámara azul, en compañía de sus ardillas amaestradas. Después, les mostraba los tanques con peces dorados. Las siete bibliotecas con sus quince mil ejemplares Los antílopes de oro, enjaulados, con sus cornamentas vertiginosas, decorando las escaleras iluminadas por arañas de cristal veneciano. El más venerable gloom desde los tiempos de Abelardo, sentenció Alexander Pope.
Esta escenografía de efectos emocionales que es también, por supuesto, el telón de fondo sobre el que se desarrolla El castillo de Otranto fue muy criticada en su tiempo por sus absurdidades, falta de moralidad y mal gusto. Y, sin embargo, es precisamente esta incerteza en materia de tono y estilo la que abre una incisión irreparable en la literatura inglesa y crea esa falsa luz imprescindible donde Manfred, el villano ambicioso de Otranto, despliega sus maldades y hace ver, a contraluz, las tensiones que carcomen al siglo. No son otros los méritos de esta primera novela gótica. Con ella, con sus encarnaciones espectrales, comienza a revelarse una incapacidad social fundamental para sostener, por medio de la razón, la virtud o el honor, las viejas leyes de primogenitura, propiedad y patriarcado que cimentaban, hasta ese entonces, el Orden. La gangrena negra ya no se detendrá. Antes bien, va a horadar el edificio de la Ley hasta resquebrajar los modelos de representación convencional, creando las condiciones para el surgimiento del Sturm und Drang.
Apenas unas décadas después, William Beckford (1760-1844) reitera y completa estos gestos profanatorios. Autor de algunas misceláneas eruditas, de varios relatos de viaje y de una singularísima novela en episodios, Vathek, también él había nacido en el seno de una familia aristocrática y mandó a construir una morada negra en las proximidades de Bath. Desaparecido hoy, Fonthill Abbey fue, en su momento, el edificio más sensacional de estilo gótico inglés, tal como lo definió Viollet-le-Duc en su Dictionnaire raisonné d’Architecture de dieciséis volúmenes, publicado a mediados del siglo XIX.
Al parecer, Fonthill era una guarida sofisticada y peligrosa. Allí Beckford, que había sido alumno de Mozart, fijó su residencia tras haber cumplido con los viajes que su familia y educación le exigían. Atrás quedaron su estadía en Suiza, donde escribió el Vathek en francés, y sus andanzas por Italia, y ya no hubo, de pronto, más que la obsesiva decoración de su casa, entendida como inagotable gabinete de curiosidades. Allí vivió, a partir de 1796, como un recluso, leyendo la biblioteca entera de Edward Gibbon, que había comprado en Londres. Allí, iluminado por una luz necromántica, invención de su amigo el conde Philippe de Loutherbourg, tuvo el tupé, como el califa árabe de su novela, de prolongar su niñez (de vender su alma al Príncipe de las Tinieblas) y de crear para sí un mundo en miniatura, un espacio cerrado de intensidades como una cajita de música, donde representar su teorema de la felicidad imposible.
Lord Byron comprendió la finura de esa perversión y la festejó, confundiendo autor y personaje, en su poema Childe Harold’s Pilgrimage (1885): There thou too, Vathek/ England’s wealthiest son/ Once form’d thy paradise (Allí también tú, Vathek/ el hijo más rico de Inglaterra/ construiste una vez tu paraíso.) Por su parte, Mallarmé, que vio en el vagabundeo del califa árabe una figura expresionista de una ruina afectiva, pudo leer el Vathek como una semántica de la noche donde proyectar la figura del esteta, del poeta maldito.
Que Fonthill Abbey pueda verse como una réplica ampliada de esa gran cueva oriental que es el Infierno de Iblís (ese lugar al que se va, no para ser castigado por los pecados, sino para pecar) no es, en todo caso, irrelevante. Tampoco lo es la recurrencia, a lo largo de la novela, de la idea de colección. En Vathek, en efecto, todos son coleccionistas: Vathek colecciona conocimiento (incluso, de ciencias inexistentes); su madre Carathis, la mudez y la pestilencia, Iblís, corazones congelados; la princesa Nuronihar, prometida de Vathek, la germinación de su imagen en la sensualidad desatada de su amado; y hasta existe un emir que colecciona inválidos.
Podría decirse que Vathek, igual que Manfred u otros personajes de la literatura gótica, procura la detención del tiempo y la promiscuidad de la pena, con la obstinación de quien se niega a haber perdido la infancia. Algo semejante ocurre en la mansión real de Fonthill. En ambos casos, Beckford se nutre de toques de Oriente, de una sensualidad más lúcida que la inteligencia y de la inteligencia de la oscuridad y, con esos tres ingredientes, construye una posesión que, a la vez, cancela el objeto y el presunto sujeto de lo poseído. El resultado es pura fusión, una fundición, una fundación posible de nuevos significados antiquísimos. La poesía no anhela otra cosa.
Un palacio de esteta es un museo vivo, un sitio donde buscar el desvío incansable, el aire para poder respirar adentro del ahogo (Beckford era asmático). No confundir: cuando el drama se desencadena, ya todo está perdido. Como en el amor, lo único que existe desde siempre es la tristeza. De ahí la melancolía de coleccionar objetos, poemas, fragmentos de lenguaje. Robar los propios recuerdos con la esperanza de exhibir, al menos, la desmesura como talismán contra el tedio, como antídoto contra la fugacidad. Preferible, diría Beckford, tolerar la frustración de no ser comprendido a desdibujarse en la mediocridad. La frustración, al menos, puede llevar a los pequeños féretros luminosos de la escritura.
Vistas desde esta perspectiva las fantasmagorías, de Horace Walpole y William Beckford se parecen. Ambos actúan como expatriados que vuelven a un sitio que nunca les perteneció. Ambos organizan furiosos ejercicios de mal gusto, parodias empalagosas, efectos teatrales como sinestesias, todo lo necesario, cruel y grotesco para acoger y promover la autodramatización. Su fiesta lúgubre quiere siempre más, exhibe sus secretos para saturar el espacio y, así, no permitir ningún intersticio por donde pudiera escapar el dolor, como si confiaran en que, intensificado, éste es capaz de redundar en un núcleo de belleza, algo parecido a un animal herido sobre un desierto de nieve. En esa casa que eligen, cada cosa hace su muerte pero la muerte no es una intensidad cero sino un refugio del sentimiento. Un espacio entre la apatía y la metamorfosis, donde cada experiencia se vuelve espejo y cada jaula una promesa, un objeto retirado hacia su imagen, su inminencia.



miércoles, 20 de marzo de 2013

Onuphrius o las vejaciones fantásticas de un admirador de Hoffmann. Théophile Gautier.


Creía que las nubes eran palios de tafetán y que las vejigas eran linternas
Gargantua, libro I, cap. XI

—¡Tilín, tilín, tilín! —Nadie respondió—. ¿No estará? —dijo la muchacha.
Tiró por segunda vez del cordón de la campanilla: no se oyó ningún ruido en el apartamento: allí no había nadie.
—¡Qué extraño!
Se mordió los labios y un sonrojo de despecho pasó de las mejillas a su frente. Comenzó a bajar los escalones uno por uno, lentamente, como a disgusto, volviendo la cabeza para ver si la puerta fatal se abría. Nada.
Al doblar la esquina vio a lo lejos a Onuphrius, que caminaba del lado del sol con el aire más ocioso del mundo, deteniéndose en cada escaparate, mirando los perros que se peleaban y los pilluelos que jugaban al tejo, leyendo las inscripciones de las paredes, deletreando los carteles de las tiendas, como un hombre que tiene una hora por delante y ninguna necesidad de apresurarse.
Cuando estuvo junto a ella, se le agrandaron las pupilas del asombro: no calculaba encontrarla allí.
—¡Cómo! ¡es usted, ya! ¿Pero qué hora es?
—¡Ya! La palabra es amable. En cuanto a la hora, debería usted saberla, y no es a mí a quien corresponde decírsela —respondió la muchacha con tono enfadado, al tiempo que le cogía el brazo—; son las once y media.
—Imposible —dijo Onuphrius—. Acabo de pasar por Saint-Paul, no eran más que las diez; no hace cinco minutos de esto, pondría la mano al fuego. Se lo apuesto.
—No ponga nada y no apueste, perdería usted.
Onuphrius se obstinó; como la iglesia no estaba a más de cincuenta pasos, para convencerlo Jacintha quiso ir hasta allí con él. Onuphrius iba triunfante. Cuando estuvieron frente al portal, Jacintha le dijo:
—¡Pues bien!
Si hubiesen colocado el sol o la luna en el lugar de la esfera no se habría quedado más estupefacto. Eran las once y media pasadas. Sacó sus quevedos, limpió los cristales con su pañuelo, se frotó los ojos para aclararse la vista; la aguja mayor iba a reunirse con su hermana pequeña sobre la X del mediodía.
—¡Mediodía! —murmuró entre dientes— algún diablillo ha de haberse entretenido moviendo esas agujas. ¡Yo he visto claramente las diez!
Jacintha era buena; no insistió y nuevamente tomó con él el camino de su taller, pues Onuphrius era pintor y en aquel momento hacía su retrato. Se sentó en la pose convenida. Onuphrius fue por la tela, que estaba vuelta contra la pared., y la puso sobre el caballete.
Encima de la pequeña boca de Jacintha, una mano desconocida había dibujado un par de bigotes que habrían honrado a un tambor mayor. La cólera de nuestro artista al ver su boceto pintorreado de ese modo, no es difícil de imaginar, y si no hubiera sido por las exhortaciones de Jacintha habría destrozado la tela. Borró pues como pudo esos atributos viriles, no sin lanzar más de una imprecación contra el gracioso que había hecho aquella bonita calaverada, pero cuando quiso volver a ponerse a pintar, sus pinceles, aunque los había remojado en aceite, estaban tan tiesos y erizados que no pudo valerse de ellos. Se vio obligado a enviar por otros, y a la espera de que llegaran, se puso a hacer en su paleta varios tonos que le faltaban.
Otra tribulación. Las vejigas estaban duras como si hubieran contenido balas de plomo; por más que las apretaba no podía hacer salir el color, o bien estallaban de repente como pequeñas bombas, escupiendo a derecha e izquierda el ocre, la laca o el betún.
Si hubiera estado solo, creo que a pesar del primer mandamiento del Decálogo habría puesto el nombre del Señor por testigo más de una vez. Se contuvo, los pinceles llegaron y puso manos a la obra. Durante aproximadamente una hora todo fue bien.
La sangre comenzaba a correr bajo la piel, los contornos se dibujaban, las formas se modelaban, la luz se desligaba de la sombra, una mitad de la tela vivía ya.
Sobre todo los ojos eran admirables: el arco de las cejas estaba perfectamente bien señalado y se disolvía delicadamente hacia las sienes en tonos azulados y aterciopelados; la sombra de las pestañas suavizaba maravillosamente la deslumbrante blancura de la córnea, la niña de los ojos miraba bien, el iris y la pupila no dejaban nada que desear; ya no faltaba sino ese pequeño diamante de luz, esa lentejuela de vida que los pintores llaman punto visual.
Para engastarlo en su disco de azabache (Jacintha tenía los ojos negros), cogió el más fino, el más gracioso de sus pinceles, tres pelos sacados de la cola de una marta cebellina.
Lo humedeció en el blanco de plomo que en el vértice de su paleta se elevaba, al lado de los ocres y las tierras de Siena, cual un pico cubierto de nieve al lado de negros peñascos.
Viendo temblar el punto brillante en el extremo del pincel, se hubiera dicho que se trataba de una pequeña gota de rocío en la punta de una aguja; iba a depositario sobre la pupila cuando un golpe violento en el codo le hizo desviar la mano, asentar el punto blanco en las cejas y arrastrar la bocamanga de su traje sobre la mejilla aún fresca que acababa de terminar. Ante esta nueva catástrofe se volvió tan bruscamente que su escabel rodó a diez pasos. No vio a nadie. Si alguien se hubiese encontrado allí por casualidad, seguramente lo habría matado.
—¡Es inconcebible, en verdad! —dijo para sí totalmente trastornado—. Jacintha, no me siento en vena; no haremos nada más por hoy.
Jacintha se levantó para salir.
Onuphrius quiso retenerla y le pasó el brazo alrededor del cuerpo. El vestido de Jacintha era blanco; los dedos de Onuphrius, que ni había pensado en limpiárselos, dejaron en él un arco iris.
— ¡Desdichado! —dijo la joven— ¡cómo me ha puesto! Y mi tía que no quiere que venga a verlo sola, ¿qué dirá?
—Cambiará de traje, y ella no verá nada.
Y la besó. Jacintha no se opuso.
— ¿Qué hace mañana? —dijo ella después de un silencio.
—Yo, nada; ¿y usted?
—Cenaré con mi tía en casa del anciano señor de *** al que usted conoce, y quizá pase allí la velada.
—Allí estaré —dijo Onuphrius—; puede contar conmigo.
—No venga más tarde de las seis. Usted sabe, mi tía es miedosa, y si en casa del señor de *** no hallamos a algún galante caballero que quiera acompañarnos, se marchará antes de que caiga la noche.
—Bien, estaré á las cinco. Hasta mañana, Jacintha, hasta mañana.
Y se inclinó sobre la balaustrada para mirar a la esbelta joven que se alejaba. Los últimos pliegues de su traje desaparecieron bajo la arcada, y volvió a entrar.
Antes de continuar, diré algunas palabras sobre Onuphrius. Era un hombre joven de veinte a veintidós años, aunque a primera vista pareciera tener más. En seguida se distinguía a través de sus rasgos lívidos y fatigados algo de infantil y de poca resolución, ciertas formas de transición de la adolescencia a la virilidad. Así pues, la parte superior de su cabeza era grave y reflexiva como la frente de un anciano, en tanto que la boca apenas estaba oscurecida en sus ángulos por una sombra azulada, y una sonrisa joven erraba sobre sus labios de un rosa harto vivo que contrastaba extrañamente con la palidez de las mejillas y del resto de su semblante.
Hecho de este modo, Onuphrius no podía dejar de tener un aspecto bastante singular, pero su extravagancia natural era aumentada todavía más por su manera de vestirse y peinarse. Sus cabellos, partidos sobre la frente como cabellos de mujer, descendían simétricamente a lo largo de las sienes hasta sus hombros, sin rizado alguno, aplastados y lustrosos a la moda gótica, como los vemos en los ángeles de Giotto y Cimabue. Una amplia toga de color oscuro caía en pliegues tiesos y rectos alrededor de su cuerpo flexible y delgado, de una manera totalmente dantesca. A decir verdad aún no salía con ese atuendo; pero era la audacia antes bien que la voluntad lo que le faltaba, ya que no necesito decíroslo, Onuphrius era un Jeune-France y un romántico furioso.
En la calle, y no iba allí a menudo para no verse obligado a mancillarse con el innoble y ridículo atavío burgués, sus movimientos eran contrastados, bruscos, sus gestos angulosos, como si hubieran sido producidos por resortes de acero, su andar inseguro, entrecortado por súbitas arremetidas, zigzags, o suspendido de repente; todo lo cual, a los ojos de muchas gentes, hacíalo pasar por un loco o al menos por un original, lo que apenas si es preferible.
Onuphrius no lo ignoraba, y quizá fuera lo que le hacía evitar eso que llamamos el mundo y daba a su conversación un tono de humor y causticidad que se asemejaba bastante a la venganza. Por tanto, cuando se veía obligado a salir de su retiro, cualquiera fuera el motivo, mostraba en sociedad una torpeza sin timidez, una ausencia de toda forma convenida, un desdén tan perfecto por lo que allí se admira, que al cabo de unos minutos, con tres o cuatro sílabas, había hallado la forma de hacerse una jauría de enemigos encarnizados.
No es que no fuera muy amable cuando quería, pero no lo quería muy a menudo, y a sus amigos que se lo reprochaban respondía ¿para qué? Ya que tenía amigos; no muchos, dos o tres a lo sumo, pero que lo amaban con todo el amor que le negaban los demás, que lo amaban como gentes que tienen que reparar una injusticia. “¿Para qué? quienes son dignos de mí y me comprenden no se detienen en esa corteza nudosa: saben que la perla está escondida en una concha ordinaria; los necios que no saben son rechazados y se alejan; ¿qué mal hay en ello?” Para un loco, no era un razonamiento demasiado malo.
Como ya he dicho, Onuphrius era pintor, y además poeta; casi no había medio de que saliera indemne, y lo que había contribuido no poco a mantenerlo en esa exaltación febril, de la que no siempre Jacintha era la favorita, eran sus lecturas. Sólo leía leyendas maravillosas y antiguas novelas de caballería, poesías místicas, tratados de cábala, baladas alemanas, libros de brujería y demonografía; con ello se hacía, en medio del mundo real que zumbaba a su alrededor, un mundo de éxtasis y visión donde a muy pocos les estaba dado entrar. Por el hábito que tenía de buscar el lado sobrenatural, del detalle más común y positivo sabía hacer surgir algo fantástico e inesperado. Si lo hubiesen metido. en una habitación cuadrada y blanqueada a la cal en todas sus paredes, con ventanas de cristales esmerilados, habría sido capaz de ver alguna extraña aparición lo mismo que en un interior de Rembrandt inundado de sombras e iluminado de reflejos leonados, hasta tal punto los ojos de su alma y de su cuerpo tenían la facultad de dislocar las líneas más rectas y volver complicadas las cosas más simples, poco más o menos como los espejos curvos o facetados que traicionan los objetos que se les presentan, y los hacen aparecer grotescos o terribles.
Por tanto Hoffmann y Jean-Paul lo hallaron admirablemente dispuesto; ellos dos acabaron lo que las leyendas habían comenzado. La imaginación de Onuphrius se enardeció y se alteró más y más, sus composiciones pintadas y escritas se resintieron por ello, la garra o la cola del diablo siempre se abría camino por algún sitio y sobre la tela, al lado de la cabeza suave y pura de Jacintha, fatalmente gesticulaba alguna figura monstruosa, hija de su cerebro desvariado.
Hacía dos años que había conocido a Jacintha, y fue en una época de su vida en la que era tan desdichado que yo no desearía otro suplicio a mi peor enemigo. Estaba en esa situación atroz en que se halla cualquier hombre que ha inventado algo y no encuentra a nadie que crea en ello. Jacintha creyó en lo que él decía bajo su palabra, ya que la obra aún estaba en él, y él la amó como Cristóbal Colón debió de amar al primero que no se le rió en las narices cuando habló del nuevo mundo que había conjeturado. Jacintha lo amaba como una madre ama a su hijo, y a su amor se mezclaba una profunda piedad, pues, excepto ella, ¿quién lo había amado como era menester que lo fuera?
¿Quién lo habría consolado en sus desventuras imaginarias, las únicas reales para él que no vivía más que de imaginación? ¿Quién le habría dado ánimos, apoyado, exhortado? ¿Quién habría calmado esa exaltación enfermiza que lindaba con la locura en más de un punto, compartiéndola más bien que combatiéndola? Ciertamente, nadie.
Y luego, decirle de qué manera podía verla, darle ella misma las citas, hacerle mil de esas insinuaciones que el mundo condena, besarlo por su propio impulso, proporcionarle la ocasión cuando lo veía buscarla, una mujer coqueta no lo habría hecho; pero ella sabía cuánto le costaba todo aquello al pobre Onuphrius, y le evitaba el trabajo.
Por eso, poco acostumbrado como estaba a vivir la vida real, no sabía cómo ingeniárselas para poner sus ideas en acción, y se fabricaba monstruos de la más mínima cosa.
Sus largas meditaciones, sus viajes por los mundos metafísicos no le habían dejado tiempo para ocuparse de éste. Su cabeza tenía treinta años, su cuerpo seis meses; hasta tal punto había descuidado totalmente educar al animal que había en él, que si Jacintha y sus amigos no hubiesen cuidado de dirigirlo, habría cometido extraños desaciertos. En una palabra, era preciso vivir para él, le hacía falta un intendente para su cuerpo, como a los grandes señores les hace falta uno para sus tierras.
Por otra parte, y sólo temblando me atrevo a confesarlo, ya que en este siglo de incredulidad ello podría hacer pasar a mi pobre amigo por un imbécil, tenía miedo. ¿De qué? Adivinadlo si podéis. Tenía miedo del diablo, de los aparecidos, de los espíritus y de mil otras pamplinadas; por lo demás, se burlaba de un hombre, y de dos, como vosotros de un fantasma.
De noche, no se habría mirado en un espejo ni por un imperio, por temor a ver algo diferente a su propio rostro; no habría metido su mano bajo la cama para coger sus pantuflas o alguna otra prenda, porque temía que una mano fría y húmeda viniera al encuentro de la suya y lo arrastrara al suelo; ni habría dirigido la vista hacia los rincones oscuros, temblando ante la idea de descubrir allí pequeñas cabezas de viejas arrugadas montadas en escobas.
Cuando estaba solo en su gran estudio, veía girar a su alrededor una ronda fantástica, el consejero Tusmann, el doctor Tabraccio, el digno Peregrinus Tyss, Crespal con su violín y su hija Antonia, el desconocido de la casa abandonada y toda la extraña familia del castillo de Bohemia: era un aquelarre completo y no se hubiera hecho rogar para tener miedo de su gato cual si fuera otro Mürr.
Luego que Jacintha se hubo marchado, tomó asiento ante su tela y se puso a cavilar sobre lo que él llamaba los acontecimientos de la mañana. La esfera de Saint-Paul, los bigotes, los pinceles endurecidos, las vejigas reventadas, y sobre todo el punto visual; todo ello se representó en su memoria con un aspecto fantástico y sobrenatural. Se devanó los sesos para dar con una explicación plausible: fabricó un volumen en octavo con las suposiciones más extravagantes, las más inverosímiles que jamás hayan entrado en una mente enferma. Tras haber buscado largo tiempo, lo mejor que encontró fue que la cosa era desde todo punto inexplicable... a menos que fuese el diablo en persona... Era idea, de la que él mismo se burló en un principio, arraigó en su espíritu, y pareciéndole menos ridícula a medida que se familiarizaba con ella, acabó por convencerlo.
¿En realidad, qué había de desatinado en esa suposición? La existencia del diablo está probada por las autoridades más respetables, del mismo modo que la de Dios. Incluso es un artículo de fe, y Onuphrius, para evitar la duda, compulsó en los registros de su vasta memoria todos los pasajes de autores profanos o sagrados en los cuales se trata de esta importante materia.
El diablo da vueltas alrededor del hombre; el propio Jesús no estuvo a cubierto de sus emboscadas; la tentación de San Antonio es popular; Martín Lutero también fue atormentado por Satán, y para librarse de él se vio obligado a arrojarle su tintero a la cabeza. Todavía se ve la mancha de tinta sobre el muro de la celda.
Recordó todas las historias de obsesiones, desde el poseso de la Biblia hasta las religiosas de Loudun; todos los libros de brujería que había leído: Bodin, Delrio, Le Loyer, Bordelon, el Mundo invisible de Bekker, los Infernalia, los Farfadets del señor de Berbiguier de Terre-Neuve-du-Thym, Le Grand et le Petit Albert, y cuando le parecía oscuro se volvió claro como el día. Era el diablo quien había adelantado las agujas, quien había puesto bigotes a su retrato, cambiado la cerda de sus brochas por alambre de latón y llenado las vejigas de pólvora fulminante. El golpe en el codo se explicaba con toda naturalidad, ¿pero qué interés podía tener Belcebú en perseguirlo? ¿Era para tener su alma? No son esos los medios que emplea. Por fin recordó que no hacía mucho había realizado un cuadro de San Dunstan teniendo al diablo por la nariz con unas pinzas rojas; no dudó que fuera por haberlo representado en una posición tan humillante que el diablo le hacía esas pequeñas jugarretas. El día se extinguía, unas largas sombras extrañas se recortaban sobre el techo del estudio. Como esta idea creciera en su mente, un escalofrío comenzaba a correrle por la espalda y pronto el miedo se habría adueñado de él si uno de sus amigos, al entrar, no hubiera distraído todas sus visiones absurdas. Salió con él, y como nadie en el mundo era más impresionable, y su amigo era divertido, muy pronto un enjambre de pensamientos alegres había ahuyentado sus lúgubres fantasías. Olvidó totalmente lo que había ocurrido, o, si volvía a recordarlo, reía en voz baja para sí. Al día siguiente puso manos a la obra nuevamente. Trabajó tres o cuatro horas con ahinco. Aunque Jacintha estuviera ausente, sus rasgos se hallaban tan profundamente grabados en su corazón que no tenía necesidad de ella para acabar su retrato. Estaba casi terminado, ya no había que dar más que dos o tres últimos toques y poner la firma, cuando una pelusilla que danzaba con sus hermanos los átomos en un bello rayo de luz amarillo, por un capricho inexplicable abandonó de repente su luminosa sala de baile, se dirigió bamboleándose hacia la tela de Onuphrius, y fue a caer sobre un realce que éste acababa de colocar.
Onuphrius dio vuelta su pincel, y con el mango la quitó lo más delicadamente posible. Sin embargo no pudo hacerlo tan diestramente como para no dar con el campo de la tela llevándose un poco de color. Hizo otra vez el matiz para reparar el daño: el tono era demasiado oscuro y se notaba la mancha. Sólo pudo restablecer la armonía retocando todo el trozo, pero al hacerlo perdió su perfil, y la nariz se volvió aguileña, de casi a la Roxelane que era, lo que cambió por completo el carácter de la cabeza. Ya no era Jacintha, sino claramente una de sus amigas con la que ésta se había enemistado porque Onuphrius la encontraba bonita.
Ante esta extraña metamorfosis le vino otra vez la idea del Diablo, pero al mirar más atentamente vio que no era más que un juego de su imaginación, y como el día avanzaba se levantó y salió para reunirse con su dama en casa del señor de ***. El caballo corría cómo el viento, y pronto vio asomar detrás de la colina la casa del Señor de ***, blanca entre los castaños. Como la carretera principal daba un rodeo, la dejó por un atajo, un camino hundido que conocía muy bien, adonde siendo niño iba a recoger moras y a cazar abejorros.
Estaba casi en la mitad cuando se halló detrás de una carreta de heno que las vueltas del sendero le habían impedido ver. El camino era tan estrecho, la carreta tan ancha, que era imposible adelantársele: llevó su caballo al paso, a la espera de que la senda se ensanchara y le permitiera hacerlo un poco más adelante. Su esperanza fue burlada; era como un muro que retrocedía imperceptiblemente. Quiso volver sobre sus pasos, otra carreta de heno lo seguía por detrás y lo hacía prisionero. Por un instante, tuvo la idea de trepar por los lados del barranco, pero éstos eran a pico y estaban coronados por seto vivo. Hubo pues de resignarse: el tiempo corría, los minutos le parecían eternidades, su furor había llegado al límite, sus arterias palpitaban, su frente goteaba de sudor.
Un reloj de voz cascada, el de la aldea vecina, dio las seis; en cuanto éste hubo acabado, el del castillo, en un tono diferente, sonó a su vez; luego otro, y luego otro más; todos los relojes de los alrededores, primero sucesivamente, a continuación todos a la vez. Era un tutti de campanas, un concierto de timbres armoniosos, sonoros, penetrantes, vocingleros, un repiqueteo para partir la cabeza. Las ideas de Onuphrius se confundieron, le dio vértigo. Los campanarios se inclinaban sobre el camino deprimido para mirarlo pasar, lo señalaban con el dedo, le hacían muecas, y parar burlarse le extendían sus esferas cuyas agujas estaban perpendiculares. Las campanas le sacaban la lengua y le ponían mala cara, siempre sonando los seis golpes malditos. Esto duró largo rato, aquel día las seis dieron hasta las siete.
Por fin, el carro desembocó en el llano. Onuphrius hundió las espuelas en el vientre de su caballo; el día caía, se hubiera dicho que su montura comprendía cuán importante era para él llegar. Sus patas apenas tocaban el suelo, y sin los penachos de chispas que de cuando en cuando brotaban del choque con algún guijarro, se hubiera podido creer que volaba. Pronto una espuma blanca envolvió como una mantilla de plata su pecho de ébano. Eran más de las siete cuando Onuphrius llegó: Jacintha se había marchado. El señor de *** tuvo para con él las mayores atenciones, se puso a hablar de literatura y acabó por proponerle una partida de damas.
Onuphrius no pudo menos que aceptar, aunque toda clase de juegos, y en particular aquél, lo aburrían mortalmente. Trajeron el tablero. El señor de *** cogió las negras, Onuphrius las blancas: la partida comenzó, los jugadores tenían poco más o menos las mismas fuerzas, y transcurrió algún tiempo antes de que la balanza se inclinara de un lado o del otro.
De repente ésta tomó partido por el anciano caballero; sus piezas avanzaban con una rapidez inconcebible, sin que Onuphrius, a pesar de todos los esfuerzos que hacía, pudiera ponerles ningún obstáculo. Preocupado como estaba por ideas diabólicas, aquello no te pareció natural; puso pues mayor atención y acabó por descubrir, junto al dedo de que se servía para mover sus piezas, otro dedo flaco, nudoso, terminado en una garra (que en un primer momento había tomado por la sombra del suyo), que empujaba sus damas sobre la línea blanca, en tanto que las de su adversario desfilaban en procesión sobre la línea negra. Empalideció, se le erizaron los cabellos. No obstante, volvió a poner las piezas en su sitio y continuó jugando. Se persuadió de que no era más que la sombra, y para convencerse de ello cambió de lugar la bujía; la sombra pasó del otro lado y se proyectó en sentido inverso, pero el dedo con garra permaneció firme en su puesto, desplazando las damas de Onuphrius y empleando todos los medios para hacerlo perder.
Por otra parte, no cabía ninguna duda: el dedo estaba adornado con un grueso rubí. Onuphrius no tenía sortija.
— ¡Por Dios! ¡Esto es demasiado! —exclamó dando un fuerte puñetazo sobre el tablero y levantándose bruscamente— ¡viejo infame! ¡viejo miserable!
El señor de ***, que lo conocía desde la infancia y atribuía esa airada salida al despecho por haber perdido, se echó a reír a carcajadas y le ofreció irónicos consuelos. La cólera y el terror se disputaban el alma de Onuphrius; cogió su sombrero y salió.
La noche era tan negra que se vio obligado a llevar su caballo al paso. Apenas una estrella asomaba la nariz aquí y allá fuera de su manto de nubes; los árboles de la carretera parecían grandes espectros extendiendo los brazos; de tanto en tanto un fuego fatuo atravesaba el camino, el viento reía en las ramas de una manera singular. La hora avanzaba, y Onuphrius no llegaba; sin embargo las herraduras de su caballo que sonaban sobre el pavimento indicaban que no se había extraviado.
Una ráfaga desgarró la niebla, la luna reapareció; pero en vez de ser redonda, era ovalada. Al considerarla más atentamente, Onuphrius vio que tenía un casquete de tafetán negro, y que se había puesto harina en las mejillas. Sus rasgos se dibujaron más claramente y reconoció, sin que hubiera duda posible, el rostro pálido y alargado de su íntimo amigo Jean-Gaspard Deburau, el gran payaso de los Funambules que lo miraba con una indefinible expresión de malicia y bondad.
El cielo también guiñaba sus ojos azules con pestañas de oro, como si hubiera sido cómplice, y dado que a la luz de las estrellas se podían distinguir los objetos, entrevió cuatro personajes de mala traza, vestidos la mitad de rojo y la mitad de negro, que llevaban algo blanquecino por los cuatro extremos, como gentes que cambiaban de lugar una alfombra; pasaron rápidamente a su lado y arrojaron lo que llevaban a los pies de su caballo. A pesar de su espanto, Onuphrius no tuvo dificultad para ver que se trataba del camino que ya había recorrido y que el Diablo ponía de nuevo ante él para fastidiarlo. Clavó las espuelas: el caballo coceó y se negó a avanzar de otro modo que al paso; los cuatro demonios continuaron sus manejos.
Onuphrius vio que uno de ellos tenía en el dedo un rubí semejante al de aquel dedo que tanto lo había aterrorizado sobre el tablero; la identidad del personaje dejaba de ser dudosa. El terror de Onuphrius era tan grande que ya no se sentía, no veía ni oía; sus dientes castañeteaban como cuando la fiebre, una risa convulsiva torcía su boca. En una ocasión, trató de decir sus oraciones y hacer una señal de la cruz, pero no pudo llevarlo a cabo. De este modo transcurrió la noche.
Por fin, una raya azulina se dibujó sobre el borde del cielo; su caballo aspiró ruidosamente por sus ollares el aire balsámico de la mañana, el gallo de la granja vecina hizo oír su voz aguda y ronca, los fantasmas desaparecieron, el caballo se lanzó al galope por su cuenta y, al despuntar el día, Onuphrius se halló ante la puerta de su estudio.
Extenuado de fatiga, se echó en un diván y no tardó en dormirse. Su sueño era agitado, la pesadilla le había hincado la rodilla en el estómago. Tuvo una multitud de sueños incoherentes, monstruosos, que no contribuyeron en poco a trastornar su razón ya perturbada. He aquí uno que lo había impresionado, y que después me narró varias veces.
“Me hallaba en una habitación que no era la mía ni la de ninguno de mis amigos, una habitación en la que nunca había estado, y que sin embargo conocía perfectamente bien; las persianas estaban cerradas, las cortinas echadas; sobre la mesa de noche una pálida mariposa lanzaba su resplandor agonizante. Andaban de puntillas, el dedo sobre los labios; ampollas y tazas llenaban la chimenea. Yo me encontraba en la cama como si hubiese estado enfermo, y no obstante jamás me había sentido mejor. Las personas que atravesaban la estancia tenían un aspecto triste y atareado que parecía extraordinario.
”Jacintha estaba a la cabecera de mi cama, tenía una pequeña mano sobre mi frente y se inclinaba hacia mí para escuchar si respiraba bien. De tanto en tanto una lágrima caía de sus pestañas sobre mis mejillas, y ella la enjugaba delicadamente con un beso.
”Sus lágrimas me partían el corazón, y mucho habría querido consolarla, pero me era imposible hacer el menor movimiento, o articular una sola sílaba; mi lengua se hallaba clavaba a mi paladar, mi cuerpo estaba como petrificado.
”Un señor vestido de negro entró, me tomó el pulso, sacudió la cabeza con aire alicaído, y dijo en voz alta: ‘¡Se ha acabado!’ Entonces Jacintha comenzó a sollozar, a retorcerse las manos, y a dar todas las demostraciones del más violento dolor; cuantos se encontraban en la habitación hicieron otro tanto. Aquello fue un concierto de llantos y suspiros como para enternecer a una roca.
”Yo experimenté un secreto placer al ser llorado de ese modo. Me presentaron un espejo frente a la boca; hice unos esfuerzos prodigiosos para empañarlo con mi aliento, a fin de mostrar que no estaba muerto; no pude conseguirlo. Tras esta prueba me echaron la sábana por encima de la cabeza; yo estaba desesperado, bien veía que me creían difunto y que iban a enterrarme vivo. Todos salieron; sólo quedó un sacerdote que murmuraba unas oraciones y que acabó por dormirse.
”Vino el enterrador y me tomó las medias para el féretro y el sudario. Aun intenté moverme y hablar, fue inútil, un poder invisible me encadenaba, y por fuerza hube de resignarme. Permanecí así mucho tiempo entregado a las más dolorosas reflexiones. El enterrador regresó con mis últimas ropas, las últimas de cualquier hombre, el féretro y el sudario; ya no quedaba sino emperifollarme con ellas.
”Me envolvió en el lienzo y se puso a coserme sin precaución como alguien que tiene prisa por terminar; la punta de su aguja me entraba en la piel y me producía miles de pinchazos. Mi situación era insoportable. Cuando esto estuvo hecho, uno de sus compañeros me cogió por los pies, él por la cabeza, y me depositaron en la caja. Era un poco justa para mí, de modo que se vieron obligados a darme fuertes golpes sobre las rodillas para poder meter la tapa.
”Al fin lo consiguieron, y pusieron el primer clavo. Aquello hacía un ruido horrible. El martillo rebotaba sobre las tablas, y yo sentía las sacudidas. En tanto duró la operación, no perdí del todo las esperanzas; pero con el último clavo me sentí desfallecer, se me oprimió el corazón, pues comprendí que ya no había nada en común entre el mundo y yo; aquel último clavo me sujetaba a la nada para siempre. Sólo entonces comprendí todo el horror de mi situación.
”Cargaron conmigo. La rodadura apagada de las ruedas me hizo saber que estaba en la carroza fúnebre, pues aun cuando no pudiese manifestar mi existencia de ninguna manera, no me hallaba privado de ninguno de mis sentidos. El coche se detuvo, retiraron el ataúd. Estaba en la iglesia, oía perfectamente el canto gangoso de los sacerdotes, y veía brillar a través de las rendijas del féretro el resplandor amarillo de los cirios. Una vez acabada la misa nos pusimos en camino hacia el cementerio. Cuando me bajaron a la fosa, reuní todas mis fuerzas y creo que logré lanzar un grito; pero el estrépito de la tierra que rodaba sobre el féretro lo cubrió por completo. Me encontré en una oscuridad palpable y compacta, más negra que la noche, y sin embargo no sufría, al menos corporalmente; en cuanto a mis sufrimientos morales, sería preciso un volumen para analizarlos. La idea de que iba a morir de hambre o comido por los gusanos, sin que pudiese impedirlo, fue la primera en presentárseme. A continuación pensé en los acontecimientos de la víspera, en Jacintha, en mi cuadro que habría tenido tanto éxito en el Salón, en mi drama que iba a ser representado, en una partida que había proyectado con mis camaradas, en un traje que mi sastre debía entregarme aquel día, ¡qué se yo! en mil cosas por las que en modo alguno habría debido inquietarme. Luego, volviendo a Jacintha, reflexioné acerca de la manera en que se había conducido, repasé en mi memoria cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras; creí recordar que había algo de exagerado y aparatoso en sus lágrimas, frente a las cuales no habría debido ser tan crédulo. Esto me recordó varias cosas que había olvidado totalmente; muchos detalles en los que no había reparado, considerados bajo una nueva luz se me mostraron como de gran importancia; demostraciones que habría jurado sinceras pareciéronme sospechosas. Me vino a la mente que un hombre joven, una especie de necio pisaverde le había hecho la corte en otro tiempo. Una tarde gozábamos juntos, y Jacintha me había llamado con el nombre de ese joven en vez del mío, señal indudable de preocupación; por otra parte, yo sabía que ella había hablado favorablemente de él repetidas veces en sociedad, y como de alguien que no le desagradara.
”Esta idea se apoderó de mí, mi cabeza comenzó a fermentar; hice comparaciones, suposiciones, interpretaciones, y como cabe pensar, no fueron favorables a Jacintha. Un sentimiento desconocido se insinuó en mi corazón y me enseñó lo que era sufrir; me puse horriblemente celoso, y no dudé de que fuese Jacintha, de común acuerdo con su amante, quien me había hecho enterrar vivo para quitarme de en medio. Pensé que tal vez en aquel mismo instante se destornillaban de risa por el éxito de su estratagema, y que Jacintha entregaba a los besos de otro aquella boca que tantas veces me había jurado no haber sido tocada jamás por otros labios que los míos.
”Ante esta idea, me enfurecí hasta tal extremo que recobré la facultad de moverme; pegué un salto tan violento que de un solo golpe rompí las costuras de mi mortaja. Cuando tuve las piernas y los brazos libres, con los codos y las rodillas di fuertes golpes a la tapa del cajón para hacerla saltar e ir a matar a mi infiel amante en los brazos de su cobarde y miserable galán. ¡Irrisión cruenta, yo, enterrado, quería dar muerte a otros! El enorme peso de la tierra que se asentaba sobre las tablas hizo inútiles mis esfuerzos. Extenuado, volví a caer en mi interior entorpecimiento, se me osificaron las articulaciones; de nuevo fui cadáver. Mi agitación mental se aplacó, juzgué todo más sanamente, y los recuerdos de cuanto había hecho la joven por mí, su abnegación, sus cuidados que jamás se habían contradicho, pronto hicieron desvanecer aquellas ridículas sospechas.
”Habiendo agotado todos mis temas de meditación, y no sabiendo cómo matar el tiempo, me puse a hacer versos; en mi triste situación, éstos no podían ser muy animados: los del nocturnino Young y el sepulcral Hervey no son más que bufonadas comparados con aquellos. Allí describí las sensaciones de un hombre que conserva bajo tierra todas las pasiones que había tenido arriba, y a esta fantasía cadavérica la titulé La vida en la muerte. ¡Un buen título, a fe mía! y lo que me desesperaba era no poder recitárselos a nadie.
”Apenas había terminado la última estrofa cuando oí cavar con ahínco por encima de mi cabeza. Un rayo de esperanza iluminó mi noche. Los golpes de azada se aproximaban rápidamente. El júbilo que sentí no duró mucho: los azadones cesaron. No, no se puede expresar con palabras humanas la angustia abominable que experimenté en aquel momento; la muerte humana no es nada en comparación. Al fin, escuché ruido otra vez: luego de haber descansado, los sepultureros seguían con su trabajo. Yo estaba en las nubes; sentía que mi liberación se avecinaba. Saltó la parte superior del ataúd. Sentí el aire frío de la noche. Aquello me hizo mucho bien, pues comenzaba a sofocarme. Sin embargo, mi inmovilidad continuaba; aunque vivo, tenía yo todas las apariencias de un muerto. Dos hombres me asieron; al ver rotas las costuras del sudario, cambiaron riendo algunas bromas groseras, me cargaron sobre sus hombros y me llevaron. Mientras caminaban canturreaban a media voz unas coplas obscenas. Eso me hizo pensar en la escena de los enterradores de Hamlet, y me dije a mí mismo que Shakespeare era verdaderamente un hombre ilustre.
”Tras haberme hecho pasar por cantidad de callejuelas poco frecuentadas, entraron en una casa que reconocí como la de mi médico; era él quien me había hecho desenterrar para saber de qué había muerto. Me depositaron en una mesa de mármol. El doctor entró con un estuche de instrumentos, y con complaciencia los desplegó sobre una cómoda. A la vista de esos escalpelos, bisturíes, lancetas, de ésas sierras de acero brillantes y pulidas, experimenté un horrible pavor, pues comprendí que iban a disecarme; mi alma, que hasta entonces no había abandonado mi cuerpo, ya no vaciló en dejarme; al primer golpe de escalpelo estaba liberada por completo de sus trabas. Prefería sufrir todas las incomodidades de una inteligencia desposeída de sus medios de manifestación física, antes que compartir con mi cuerpo aquellas espantosas torturas. Por otra parte, ya no había esperanzas de conservarlo, iba a ser hecho pedazos, y no habría podido servir para gran cosa aun cuando ese despedazamiento no lo matara. No queriendo asistir al descuartizamiento de su querida envoltura, mi alma se apresuró a salir.
”Atravesó rápidamente una hilera de cuartos y se halló sobre la escalera. Por costumbre, bajé los escalones uno a uno, pero necesitaba dominarme pues me sentía de una levedad maravillosa. Por más que me aferraba al suelo, una fuerza invisible me atraía hacia arriba. Era como si hubiese estado atado a un globo inflado de gas; la tierra se me escapaba de los pies, no la tocaba más que con la punta de los dedos; digo los dedos, porque aunque no fuera sino un espíritu puro, había conservado la sensación de los miembros que ya no tenía, algo así como un amputado que siente dolor en su brazo o su pierna ausente. Cansado de esos esfuerzos por permanecer en una actitud normal, y por lo demás, habiendo recapacitado acerca de que mi alma inmaterial no debía de trasladarse de un lugar a otro por los mismos procedimientos que mi miserable guiñapo de cuerpo, no opuse resistencia a aquel ascendiente, y comenzó a dejar el suelo sin por ello elevarme demasiado, manteniéndome en una región media. Pronto cobré ánimos y volé ora alto, ora bajo, como si no hubiese hecho otra cosa en mi vida. Comenzaba a amanecer. Yo subí, subí, mirando por los cristales de las buhardillas a las obreras jóvenes que se levantaban y vestían, sirviéndome de las chimeneas como tubos acústicos para escuchar lo que decían en los apartamentos. Debo decir que no vi, nada muy hermoso, ni recogí nada mordaz. Habiéndome acostumbrado a esa forma de andar planeé sin temor en el aire libre, por encima de la neblina, y consideré desde lo alto esa inmensa extensión de techos a la que se tomaría por un mar congelado en el momento de una tempestad, ese caos erizado de tubos, flechas, cúpulas, frontispicios, bañado de bruma y humo, tan bello, tan pintoresco, que no deploré haber perdido mi cuerpo. El Louvre se me apareció blanco y negro, el río a sus pies, sus verdes jardines en la otra punta. La multitud se dirigía hacia allí; había exposición: entré. Las paredes resplandecían salpicadas de pinturas nuevas, atiborradas de marcos de oro ricamente cincelados. Los burgueses iban y venían, se codeaban, se pisaban, abrían los ojos alelados, se consultaban unos a otros como gentes que aún no se han formado una opinión, y que no saben lo que deben pensar ni decir. En la gran sala, junto a los cuadros de nuestros jóvenes grandes maestros, Delacroix, Ingres, Dechamps, descubrí mi propio cuadro; la multitud se apretujaba alrededor, aquello era un rugido de admiración, quienes estaban atrás y no veían nada gritaban dos veces más fuerte: ¡prodigioso! ¡prodigioso! Mi cuadro me pareció a mí mismo mucho mejor que antes, y sentí que me invadía un profundo respeto por mi propia persona. Sin embargo, a todas aquellas fórmulas admirativas se mezclaba un nombre que no era el mío, y vi que allí había alguna superchería. Examiné la tela con atención; en una de sus esquinas estaba escrito un nombre en pequeños caracteres rojos. Era el de uno de mis amigos que, al verme muerto, no había tenido escrúpulos en apropiarse de mi obra. ¡Oh! ¡cómo eché de menos entonces a mi pobre cuerpo! Yo no podía ni hablar, ni escribir; no tenía ninguna manera de reclamar mi gloria y desenmascarar al infame plagiario. Con el corazón desgarrado me retiré tristemente para no asistir a este triunfo que me correspondía. Quise ver a Jacintha. Fui a su casa, no la encontré; en vano la busqué en varias casas donde pensaba podía estar. Aburrido de estar solo, aunque ya era tarde me dieron ganas de ir al teatro; entré en la Porte-Saint-Martin, y reparé en que mi nuevo estado tenía de agradable que pasaba por todas partes sin pagar. La obra acababa, era la catástrofe. Dorval, con los ojos ensangrentados, anegada en llanto, los labios amoratados, las sienes lívidas, desmelenada, medio desnuda, se retorcía en el proscenio a dos pasos de las candilejas. Bocage, fatal y silencioso, permanecía de pie en el fondo; todos los pañuelos estaban en juego, los sollozos quebraban los corsés, un trueno de aplausos interrumpía cada estertor de la trágica actriz; la platea, negra de cabezas, ondeaba como un mar; los palcos se inclinaban sobre las galerías, las galerías sobre el balcón. Cayó el telón: creí que la sala iba a venirse abajo. Eran aplausos, pataleos, gritos. Ahora bien, esa obra era mi obra: ¡juzguen ustedes! Me sentía tan grande que tocaba el techo. El telón se levantó, y lanzaron a aquella multitud el nombre del autor.
”No era el mío, era el nombre del amigo que ya me había robado mi cuadro. Los aplausos arreciaron. Querían arrastrar al autor al escenario; el monstruo se hallaba en un palco oscuro con Jacintha. Cuando proclamaron su nombre, ella se le arrojó al cuello y le aplicó en la boca el beso más enérgico que jamás mujer alguna haya dado a un hombre. Muchas personas la vieron, y ni siquiera se ruborizó; estaba tan embriagada, tan aturdida y ufana por su éxito, que creo que se habría prostituido a él en aquel palco y delante de todo el mundo. Varias voces gritaron ¡ahí está! ¡ahí está! El bellaco adoptó un aire modesto y saludó profundamente. La araña, que se apagó, puso fin a esta escena. No intentaré describir lo que pasaba en mí: los celos, el desprecio, la indignación se chocaban en mi alma; era una tormenta tanto más enfurecida cuanto que no tenía ningún medio de arrojarla al exterior. La multitud se retiró, y yo salí del teatro; anduve vagando un tiempo por la calle, sin saber adónde ir. Pasearme no me regocijaba en absoluto. Soplaba un viento frío y cortante: mi pobre alma, friolenta como lo era mi cuerpo, tiritaba y se moría de frío. Encontré una ventana abierta y entré, resuelto a albergarme en esa habitación hasta el día siguiente. La ventana se cerró tras de mí. Sentado en un gran poltrona rameada distinguí a un personaje de lo más singular; era un ilustre varón, delgado, seco, empolvado de blanco, el rostro arrugado como una manzana vieja, un enorme par de gafas a caballo de una poderosa nariz que casi besaba el mentón. Un pequeño tajo transversal, semejante a una abertura de hucha, enterrado bajo una infinidad de pliegues y pelos tiesos como cerdas de jabalí, representaba mal que bien lo que llamaremos una boca a falta de otro término. Un antiguo traje negro, gastado hasta la trama, blanco en todas las costuras, una pelliza de paño brillante, unos calzones cortos, unas medias de varios colores y zapatos con hebillas: he aquí su indumentaria. A mi llegada, el digno personaje se levantó y fue a coger de un armario dos escobillas hechas de una manera especial, cuyo fin no pude adivinar, en un primer momento. Tomó una en cada mano y se puso a recorrer la estancia con una agilidad sorprendente como si persiguiera a alguien, chocando sus escobillas una contra otra del lado de la cerda; entonces comprendí que era el famoso señor Berbiguier de Terre-Neuve-du-Thym, que cazaba duendes. Yo estaba sumamente inquieto por lo que ocurriría; parecía que este heteróclito individuo tuviese la facultad de ver lo invisible, pues me seguía exactamente y yo tenía grandes dificultades para escaparle. Al fin me arrinconó en una esquina, blandió sus dos fatales escobillas, millones de dardos me acribillaron el alma, cada crin hacía un agujero y el dolor era insoportable; olvidando que no tenía ni lengua ni pecho, hice maravillosos esfuerzos para gritar, y...”
Onuphrius se encontraba en esta parte de su sueño cuando entré en su estudio; efectivamente chillaba a grito pelado. Lo sacudí, se frotó los ojos y me miró con aire atontado. Por fin me reconoció, y sin saber demasiado si había estado dormido o despierto me contó la serie de tribulaciones que acabáis de leer. Pero, ¡ay! no eran las últimas que debía experimentar realmente o no. Desde aquella noche fatal, permaneció en un estado de alucinación casi permanente que no le permitía distinguir sus sueños de la realidad. Mientras él dormía, Jacintha había enviado a buscar el retrato; bien habría querido ir ella misma, pero su vestido manchado la había traicionado ante su tía, cuya vigilancia no había podido burlar.
Mortificado a más no poder por este contratiempo, Onuphrius se echó en una butaca, y los codos en la mesa, se puso a cavilar tristemente; su mirada flotaba ante él, sin fijarse particularmente sobre nada. La casualidad hizo que cayera sobre un gran espejo de Venecia con marco de cristal que revestía el fondo del taller. Ningún rayo de luz iba a estrellarse en él, ningún objeto se reflejaba con suficiente exactitud como para que se pudieran percibir sus contornos: aquello producía un espacio vacío en la pared, una ventana abierta a la nada por donde el espíritu podía sumergirse en los mundos imaginarios. Las pupilas de Onuphrius ahondaban en ese prisma profundo y sombrío, como queriendo hacer surgir alguna aparición. Se inclinó, vio su reflejo doble y pensó que era una ilusión óptica; pero al examinarlo más atentamente halló que el segundo reflejo no se le parecía en nada. Creyó que alguien había entrado en el estudio sin que él lo oyese, y se volvió: no había nadie. Sin embargo la sombra continuaba proyectándose en el espejo, era un hombre pálido con un grueso rubí en el dedo, parecido al misterioso rubí que había jugado un papel en las fastasmagorías de la noche anterior. Onuphrius comenzaba a sentirse inquieto. De repente el reflejo salió del espejo, bajó al cuarto, fue derecho a él, lo obligo a sentarse y, a pesar de su resistencia, le quitó la parte superior de la cabeza como se haría con la corteza de un pastel. Acababa la operación, introdujo el pedazo en su bolsillo y volvió por donde había venido. Antes de perderlo completamente de vista en las profundidades del espejo, Onuphrius aún distinguía a una distancia inconmensurable su rubí que brillaba cuan un cometa. Por lo demás, esta especie de trepanación no le había producido ningún daño. Pero al cabo de unos minutos oyó un zumbido extraño encima de su cabeza; alzó los ojos y vio que eran sus ideas, que al ya no estar contenidas por la bóveda craneal, se escapaban en desorden como pájaros a los que se les abre la jaula. Cada ideal de mujer que él habla soñado salió con su manera de vestirse, de hablar, su actitud (en honor a Onuphrius debemos decir que tenían el aspecto de hermanas gemelas de Jacintha), las heroínas de las novelas que había proyectado; cada una de esas damas tenía su séquito de amantes, unos con cota blasonada de la Edad Media, otros con sombrero y traje de mil ochocientos treinta y dos. Los personajes que había creado grandiosos, grotescos o monstruosos, los bocetos de sus cuadros por hacer, de todos los pueblos y todos los tiempos, sus ideas metafísicas bajo la forma de pequeñas burbujas de jabón, las reminiscencias de sus lecturas, todo salió durante una hora por lo menos: el estudio estaba lleno de ellos. Aquellas damas y aquellos caballeros se paseaban en todos los sentidos Sin molestarse ni un ápice, charlando, riendo, discutiendo, como si hubiesen estado en su casa.
Aturdido, sin saber dónde meterse, Onuphrius no encontró nada mejor que hacer que cederles el lugar. Cuando pasó por la entrada, el conserje le entregó dos cartas; dos cartas de mujer, azules, perfumadas con ámbar, la letra pequeña, el sobre largo, el sello rosado.
La primera era de Jacintha, y estaba concebida en estos términos:
“Señor, bien puede usted tener a la señorita de *** por amante, si ello le resulta agradable; en cuanto a mí, ya no quiero serlo, todo lo que siento es haberlo sido. Mucho le agradecería que procurase no volver a verme.”
Onuphrius estaba anonadado; comprendió que la causa de todo era la maldita semejanza del retrato, mas como no se sentía culpable, esperó que con el tiempo todo se aclararía a su favor. La segunda carta era una invitación para una velada.
—¡Pues bien! —se dijo— iré, me distraerá un poco y disipará todos estos vapores negros. Llegó la hora y se vistió, lo que le llevó su buen rato. Como todos los artistas (cuando no son tan sucios que dan miedo), Onuphrius se esmeraba en su manera de vestir; no es que fuera un elegante, sino que procuraba dar a nuestros lastimosos ropajes un corte pintoresco, un aspecto menos prosaico. Imitaba a un bello Van Dyck que tenía en su taller, y en verdad se le parecía hasta el punto de confundir. Se hubiera dicho que se trataba del retrato salido del cuadro o del reflejo de la pintura en un espejo.
Había mucha gente. Para llegar hasta la dueña de casa hubo de atravesar una oleada de mujeres, y sólo después de arrugar más de un encaje, aplastar más de una manga y ennegrecer más de un zapato pudo conseguirlo; tras haber cambiado las dos o tres trivialidades de práctica, giró sobre sus talones y se puso a buscar alguna cara amiga en toda aquella barahunda. Como no encontrara a nadie conocido, se instaló en un sofá en el vano de una ventana, desde donde, medio oculto por las cortinas, podía ver sin ser visto, ya que después de la fantástica evaporación de sus ideas no deseaba entrar en conversación. Se creía estúpido aunque no lo fuera; el contacto con el mundo lo había devuelto a la realidad.
La reunión era de las más brillantes. ¡Una vista magnífica! Aquello relucía, hacia visos, centelleaba; aquello zumbaba, mariposeaba, remolinaba. Gasas como alas de abeja, tules, crespones, blondas, bordados con hojuelas metálicas, sargados, nubarrados, entretallados, acuchillados; tiritaña, air filé, brouillard tissu; oro y plata, seda y terciopelo, lentejuelas, bordados de oro, plumas, diamantes y perlas; todos los cofrecillos de joyas vaciados, el lujo de todos los mundos a disposición. ¡Un bello cuadro, a fe mía! Los candeleros de cristal centelleaban como estrellas; haces de luz, iris prismáticos escapaban de las piedras preciosas. Los hombros de las mujeres, lustrosos, satinados, bañados de un suave sudor, parecían ágatas u ónix en el agua. Los ojos parpadeaban, las gargantas divagaban, las manos se estrechaban, las cabezas se ladeaban, los chales ondeaban al viento, era el momento sublime; la música ahogada por las voces, las voces por el roce de los pequeños pies sobre el parqué y el crujido de los trajes de seda, todo aquello producía una armonía de fiesta, un zumbido alegre como para embriagar al más melancólico, como para volver loco a cualquiera que no fuera un loco.
En cuanto a Onuphrius, no le prestaba atención, él pensaba en Jacintha.
De repente su mirada se encendió, había visto algo extraordinario: un hombre joven que acababa de entrar. Podía tener unos veinticinco años, un frac negro, el pantalón igual, un chaleco de terciopelo rojo cortado como jubón, guantes blancos, quevedos de oro, cabellos cortos, una barba roja a la Saint-Mégrin, hasta allí no tenía nada de extraño, muchos elegantes llevaban la misma indumentaria. Sus rasgos eran perfectamente regulares, su perfil fino y correcto habría dado envidia a más de una damita presumida, pero había tanta ironía en aquella boca pálida y delgada, cuyos ángulos se perdían continuamente bajo la sombra de sus bigotes bermejos, tanta malignidad en esa mirada que brillaba a través del cristal de sus quevedos como los ojos de un vampiro, que era imposible no distinguirlo entre un millar.
Se quitó los guantes. Lord Byron o Bonaparte se hubiesen enorgullecido de su pequeña mano de dedos redondos y afilados, tan frágil, tan blanca y transparente, que se hubiera temido quebrarla al estrecharla. En el índice llevaba un grueso anillo, y el chatón era el fatal rubí; brillaba con un fulgor tan vivo que obligaba a bajar los ojos.
Un estremecimiento recorrió los cabellos de Onuphrius.
La luz de los candelabros se volvió descolorida y verde, los ojos de las mujeres y los diamantes, se apagaron; el radiante rubí centelleaba solo en medio del salón oscurecido como un sol en la bruma.
La embriaguez de la fiesta, la locura del baile estaban en su momento culminante; nadie, excepto Onuphrius, prestó atención a aquella circunstancia. Ese singular personaje se deslizaba como una sombra entre los grupos, diciendo una palabra a éste, dando un apretón de manos a aquél, saludando a las mujeres con un aire de respeto irrisorio y de galantería exagerada que hacía ruborizar a unas y morderse los labios a otras. Se habría dicho que su mirada de lince y de lobo cerval penetraba en lo profundo de sus corazones; un satánico desdén se descubría en sus menores movimientos, un imperceptible gesto de entornar los párpados, una arruga en la frente, la ondulación del ceño, la prominencia que siempre conservaba su labio inferior, incluso en su detestable media sonrisa; a pesar de la finura de sus maneras y la humildad de sus palabras todo en él traicionaba pensamientos de orgullo que habría querido reprimir.
Onuphrius, que se lo comía con los ojos, no sabía qué pensar; si no se hubiese hallado en compañía de tanta gente habría tenido un miedo cerval.
Por un instante hasta se imaginó reconocer en él al personaje que le había quitado la parte superior de la cabeza, pero pronto se convenció de que era un error. Varias personas se aproximaron y se inició una conversación. La convicción de que ya no tenía ideas lo despojaba efectivamente de ellas; inferior a sí mismo, estaba al nivel de los demás, por lo que lo encontraron encantador y mucho más espiritual que de ordinario. El torbellino se llevó a sus interlocutores y quedó solo. Sus ideas tomaron otro curso, olvidó el baile, el desconocido, el ruido mismo, y todo; estaba a cien leguas de allí.
Un dedo se posó en su hombro, se estremeció como si se hubiese despertado sobresaltado. Ante él vio a la señora de ***, que desde hacía un cuarto de hora permanecía de pie sin poder llamar su atención.
—¡Pues bien, señor! ¿en qué piensa usted? ¿En mí, tal vez?
—En nada, se lo juro.
Se levantó, y la señora de *** se cogió de su brazo. Dieron algunas vueltas y luego de varias frases:
—Tengo que pedirle un favor.
—Hable, bien sabe que no soy cruel, sobre todo con usted.
—Recite a estas damas la obra en verso que me declaró el otro día, les he hablado de ella, se mueren de ganas por escucharlo.
Ante esta proposición, a Onuphrius se le oscureció el semblante y respondió con un no firme; la señora de *** insistió como las mujeres saben insistir. Onuphrius resistió tanto como le era preciso para justificar ante sus propios ojos lo que él llamaba una debilidad, y acabó por ceder, aunque de bastante mala gana.
La señora des ***, triunfante, teniéndolo por la punta de los dedos para que no pudiera escabullirse, lo condujo hasta el centro del círculo, y le soltó la mano; ésta cavó como si hubiese estado muerta. Onuphrius, aturdido, paseaba a su alrededor una mirada lúgubre y despavorida como un toro salvaje al que el picador acaba de lanzar a la arena. El dandi de barba roja estaba allí, retorciéndose los bigotes y considerando a Onuphrius con un aire de malignidad satisfecha. Para cortar esa penosa situación, la señora de *** le hizo señas de que comenzara. Expuso el tema de su obra y dijo el titulo con una voz bastante poco segura. El zumbido cesó, los cuchicheos callaron, se dispusieron a escuchar y se hizo un gran silencio.
Onuphrius se hallaba de pie, la mano sobre el respaldo de un sillón, que le servía de tribuna. El dandi fue a colocarse justo a su lado, tan cerca que lo tocaba. Cuando vio que Onuphrius iba a abrir la boca, sacó de su bolsillo una espátula de plata y una redecilla de gasa, montada por uno de sus extremos en una pequeña varilla de ébano; la espátula estaba cargada con una substancia espumosa color rosa viejo, muy similar a la crema que rellena los merengues, que al instante Onuphrius reconoció como los versos de Dorat, Boufflers, Bernis y el caballero de Pezay, reducidos al estado de papilla o gelatina. La redecilla estaba vacía.
Temiendo que el dandi le jugara alguna mala pasada, Onuphrius cambió de lugar el sillón y se sentó en él; el hombre de los ojos verdes se le plantó justo detrás. Como no podía retroceder, Onuphrius comenzó. Apenas la última sílaba del primer verso se había desvanecido de sus labios cuando el dandi, alargando su red con una destreza maravillosa, la cogió al vuelo y la interceptó antes de que el sonido hubiese tenido tiempo de llegar al oído de la concurrencia, y luego, blandiendo su espátula, le introdujo en la boca una cucharada de su insípida mezcolanza. Bien hubiera querido Onuphrius detenerse o escapar, pero una cadena mágica lo fijaba al sillón. Debió continuar y escupir esa odiosa mixtura en baturrillos mitológicos y madrigales quintaesenciados. La operación se renovaba a cada verso, y sin embargo nadie parecía advertirlo.
Las nuevas ideas, las bellas rimas de Onuphrius matizadas de mil colores románticos, se debatían y daban brincos en la redecilla como peces en una red o mariposas bajo un pañuelo.
El pobre poeta estaba atormentado, gotas de sudor corrían por sus sienes. Cuando todo hubo acabado, el dandi cogió delicadamente las rimas y las ideas de Onuphrius por las alas y las apiñó en su cartera.
—Bien, muy bien, —dijeron algunos poetas o artistas arrimándose a Onuphrius— un delicioso remedo, un admirable pastel, Watteau puro, la regencia hasta el extremo de confundir, pintas, polvos y afeites, ¿cómo diablos has hecho para maquillar así tu poesía? Es de un rococó admirable; ¡bravo, bravo, rendidle honores, una broma muy ingeniosa! Algunas damas lo rodearon y también dijeron: —¡Delicioso riendo irónicamente para demostrar que estaban muy por encima de semejantes naderías, aunque en el fondo de su corazón hallaran aquello encantador y se hubieran contentado muy bien con una poesía similar para su consumo particular.
—¡Todos ustedes son unos bandidos! —exclamó Onuphrius con voz de trueno, volcando sobre la bandeja el vaso de agua azucarada que le presentaban—. Es un golpe preparado de antemano, una burla completa; me han hecho venir aquí para que sea juguete del diablo, sí, de Satanás en persona —añadió señalando con el dedo al elegante de chaleco escarlata.
Tras esta airada salida, se encasquetó el sombrero hasta los ojos y se marchó sin saludar.
—Verdaderamente —dijo el joven volviendo a meter bajo los faldones de su traje una media ana de cola velluda que acababa de escaparse y se desenrollaba vivaracha—, ¡tomarme por el diablo, es una invención divertida! Decididamente, el pobre Onuphrius está loco. ¿Me haría el honor de bailar esta contradanza conmigo, señorita? —prosiguió un instante después besando la mano de una angelical criatura de quince años, rubia y nacarada, un ideal de Lawrence.
—¡Oh, Dios mío! Sí —dijo la muchacha con una sonrisa ingenua, alzando sus largas pestañas sedosas y dejando nadar hacia él sus bellos ojos color del cielo.
Ante la palabra Dios, un largo chorro sulfuroso escapó del rubí. La palidez del réprobo aumentó, pero la joven no vio nada de esto, ¿y cómo lo habría visto? ¡ella lo amaba!
Cuando Onuphrius estuvo en la calle, echó a correr con todas sus fuerzas; tenía fiebre, deliraba, y recorrió a la ventura una infinidad de callejuelas y pasajes. El cielo estaba tormentoso, las veletas chirriaban, los postigos azotaban las paredes, las aldabas de las puertas retumbaban, las ventanas se apagaban uno tras otro; el fragor de los coches se perdía en lontananza, algunos peatones retrasados iban pegados a las casas, algunas mujeres de la calle arrastraban sus vestidos de gasa por el barro. Las farolas, mecidas por el viento, lanzaban destellos rojos y turbulentos sobre los arroyuelos hinchados de lluvia. A Onuphrius le zumbaban los oídos; todos los rumores apagados de la noche, el ronquido de una ciudad que duerme, el ladrido de un perro, el maullido de un gato, el sonido de la gota de agua que cae del tejado, el cuarto de hora sonando en el reloj gótico, el lamento del viento, todos aquellos ruidos del silencio agitaban convulsivamente sus fibras, tirantes y a punto de romperse por los acontecimientos de la velada. Cada farol era un ojo ensangrentado que lo espiaba; creía ver agitarse en la sombra unas formas sin nombre, pulular bajo sus pies unos reptiles inmundos; escuchaba unas risas diabólicas, unos cuchicheos misteriosos. Las casas valseaban a su alrededor, el pavimento ondulaba, el cielo se abatía como una cúpula a la que le hubieran quebrado sus columnas; las nubes corrían, corrían, corrían, como si el diablo las hubiese transportado; una gran escarapela tricolor había reemplazado a la luna. Las calles y las callejuelas se alejaban del brazo, cacareando como viejas porteras. Así transcurrió mucho tiempo. Pasó la casa de la señora de ***. Salían del baile y en la puerta se amontonaba la gente, echaban tacos, llamaban a los coches. El joven de la red descendió; daba el brazo a una dama, y esa dama no era otra que Jacintha. Bajaron el estribo del coche, el dandi le ofreció la mano y subieron. El furor de Onuphrius había llegado a su punto máximo; decidido a aclarar este asunto, cruzó los brazos sobre el pecho y se plantó en medio del camino. El cochero hizo restablar su látigo, una miríada de chispas brotó de las patas de los caballos. Partieron al galope; el cochero gritó: ¡cuidado! pero él no se alteró. Los caballos corrían a demasiada velocidad para que fuese posible retenerlos. Jacintha lanzó un grito. Onuphrius creyó que estaba perdido, pero caballos, cochero y coche no eran más que un vapor que su cuerpo dividió, como el arco de un puente hecho de una masa de agua que se junta a continuación. Los pedazos del fantástico carruaje se reunieron unos pasos detrás de él, y el coche continuó rodando como si nada hubiese ocurrido. Aterrado, Onuphrius lo siguió con la vista: entrevió a Jacintha que había levantado la cortina y lo miraba con cara triste y dulce, y al dandi de barba roja que reía como una hiena. Un ángulo de la calle le impidió ver más. Bañado en sudor, jadeante, salpicado de lodo hasta el espinazo, pálido, extenuado por la fatiga y envejecido en diez años, Onuphrius volvió penosamente a su casa. Como la víspera, ya era muy de día, y al poner el pie en el umbral cayó desvanecido. No salió de su desmayo sino al cabo de una hora, y a esto siguió una furiosa fiebre. Al saberlo en peligro Jacintha olvidó muy pronto sus celos y su promesa de no verlo más, fue a instalarle a la cabecera de su cama y le prodigó los más tiernos cuidados y caricias. El no la reconocía. Así pasaron ocho días; disminuyó la fiebre, su cuerpo se restableció, pero no su razón. Imaginaba que el diablo le había escamoteado el cuerpo, basándose en que no había sentido nada cuando el coche le había pasado por encima.
Le vino a la memoria la historia de Peter Schlemil, de cuya sombra el diablo se había apoderado, y la de la noche de San Silvestre, en la que un hombre pierde su reflejo. Se obstinaba en no ver su imagen en los espejos ni su sombra en el piso, cosa muy natural puesto que no era más que una sustancia impalpable; por mucho que lo golpearan y pellizcaran para demostrarle lo contrario, se hallaba en un estado de sonambulismo y catalepsia que no le permitía sentir ni siquiera los besos de Jacintha.
La luz se había extinguido en la lámpara; esa bella imaginación, sobreexitada por medios facticios, se había consumido en ociosos derroches. A fuerza de ser espectador de su existencia, Onuphrius había olvidado la de los demás, y los lazos que lo sujetaban al mundo se habían quebrado uno a uno.
Saliendo del arca de lo real, se había lanzado a las profundidades nebulosas de la fantasía y la metafísica, pero no había podido regresar con la rama de olivo; no había encontrado tierra seca donde poner el pie y no había sabido hallar nuevamente el camino por donde había venido. Cuando lo cogió el vértigo de estar tan alto y tan lejos, no pudo volver a descender como habría deseado, y reconciliarse con el mundo positivo. Sin esa tendencia funesta habría sido capaz de ser el poeta más grande; no fue sino el más singular de los locos. Por haber mirado demasiado su vida bajo la lente, ya que casi siempre sacaba sus pensamientos fantásticos de los acontecimientos ordinarios, le sucedió lo que le sucede a esas gentes que, con ayuda del microscopio, descubren gusanos en los alimentos más sanos y serpientes en los licores más límpidos: ya no se atreven a comer. La cosa más natural, engrosada por su imaginación, le parecía monstruosa.
El doctor Esquirol, confeccionó el año pasado un cuadro estadístico de la locura.

Locos
por amor.............................
Hombres
02
Mujeres
60
por devoción......................
06
20
por política..........................
48
03
por pérdida de fortuna......
27
24
por causa desconocida....
01



Ese es nuestro pobre amigo.
¿Y Jacintha? Lloró quince días, en efecto, estuvo triste otros quince, y al cabo de un mes tomó varios amantes, cinco o seis, creo, para pagarle a Onuphrius en la misma moneda; un año después lo había olvidado totalmente, y ya ni siquiera recordaba su nombre. ¿No es verdad, lector, que este final es muy común para una historia extraordinaria? Tomadla o dejadla, me cortaría la garganta antes que mentir en una sola sílaba.