viernes, 24 de mayo de 2013

Las fantasmagorías de Horace Walpole y William Beckford. María Negroni.


El siglo XVIII inglés presenció algunas efervescencias memorables. La invención de la linterna mágica y el fantascope, el furor de las reseñas literarias, el auge de los shadow plays y los dioramas, el culto de las ruinas, la abigarrada irrupción de las mujeres al ejercicio de la pluma son sólo algunas de ellas y evidencian, en todos los casos, un cambio en los hábitos de producción y consumo cultural, así como una preocupación por las formas y códigos de la representación misma.
El siglo era complejo. No hay que olvidar que el floreciente arte del jardín y los preceptos iluministas a favor de un arte y una filosofía política neoclásicas coinciden, en Inglaterra, con la urbanización de la miseria y una industrialización desenfrenada, que acabó erosionando al Antiguo Orden. Del otro lado del canal, la Revolución Francesa amenazaba de manera explícita.
Los cimbronazos del siglo tuvieron en Horace Walpole y en William Beckford a dos aliados, instigadores y testigos ejemplares. El primero había nacido en 1717 en una familia de nobles y fue, como tantos otros de su época y su clase, coleccionista, escritor de cartas (se conservan cuarenta y cinco volúmenes de su correspondencia), anticuario, editor, ensayista, miembro del Parlamento y experto en Historia, Pintura y Genealogía. Un hombre, en suma, prolijamente excéntrico, cuya contribución más curiosa a la literatura es el libro ya mencionado, The Castle of Otranto (1764).
Esta novela, se sabe, tiene una génesis fascinante. Al parecer, habiendo soñado un castillo, Walpole se retiró de la actividad política, compró unos terrenos a las orillas del Thames, en el área de Strawberry Hill, a menos de treinta millas al sur de Londres, y por años no hizo más que contratar, suplicar, despedir y contrariar a infructuosos arquitectos que no lograban captar las convulsiones de un sueño que él mismo no terminaba de soñar y cuyas reglas, inexorablemente, se le escapaban.
En algún sentido, la construcción de Strawberry Hill puede leerse como epopeya lírica. O, lo que es igual, Como un síntoma, una originalidad. Se sabe que, en lo estrictamente concreto, fracasó. Pero ese primer fracaso le puso en las manos un segundo, esta vez esplendoroso. Algo, al parecer, había macerado dentro de él y entonces, su fantasmagoría nocturna pudo transformarse en proeza, surgir como escritura, es decir como reliquia de una carencia, como el rostro admirable de una pérdida.
Por su parte, el castillo de Strawberry Hill, producto de tantas idas y vueltas, existe hoy como una prueba más, si hiciera falta, de que la imaginación se revela, casi siempre, como una forma de la angustia. Todo en él es una prueba ostentatoria de esta premisa. Los espejos que siguen las formas forestales del gótico, tal como las describió John Ruskin en The Stones of Venice (1858). Los cuartos oscuros y claustrofóbicos. Las chimeneas, inspiradas en las tumbas de las grandes catedrales de Westminster, York o Canterbury. Las ventanas en forma de rosetas. Las paredes de seda de damasco. Algunos techos, tapizados de terciopelo escarlata, trenzados con hilos dorados y tachonados de borlas y festones. Nichos en las paredes, pequeñas criptas donde reposan estatuas de comendadores, armaduras de caballeros andantes, claustros saturados de curiosidades, como si lo religioso importara sólo como ornato. Todo es tan monástico en mi casa, decía Walpole, suspirando, a quienes lo visitaban mientras desayunaba en la recámara azul, en compañía de sus ardillas amaestradas. Después, les mostraba los tanques con peces dorados. Las siete bibliotecas con sus quince mil ejemplares Los antílopes de oro, enjaulados, con sus cornamentas vertiginosas, decorando las escaleras iluminadas por arañas de cristal veneciano. El más venerable gloom desde los tiempos de Abelardo, sentenció Alexander Pope.
Esta escenografía de efectos emocionales que es también, por supuesto, el telón de fondo sobre el que se desarrolla El castillo de Otranto fue muy criticada en su tiempo por sus absurdidades, falta de moralidad y mal gusto. Y, sin embargo, es precisamente esta incerteza en materia de tono y estilo la que abre una incisión irreparable en la literatura inglesa y crea esa falsa luz imprescindible donde Manfred, el villano ambicioso de Otranto, despliega sus maldades y hace ver, a contraluz, las tensiones que carcomen al siglo. No son otros los méritos de esta primera novela gótica. Con ella, con sus encarnaciones espectrales, comienza a revelarse una incapacidad social fundamental para sostener, por medio de la razón, la virtud o el honor, las viejas leyes de primogenitura, propiedad y patriarcado que cimentaban, hasta ese entonces, el Orden. La gangrena negra ya no se detendrá. Antes bien, va a horadar el edificio de la Ley hasta resquebrajar los modelos de representación convencional, creando las condiciones para el surgimiento del Sturm und Drang.
Apenas unas décadas después, William Beckford (1760-1844) reitera y completa estos gestos profanatorios. Autor de algunas misceláneas eruditas, de varios relatos de viaje y de una singularísima novela en episodios, Vathek, también él había nacido en el seno de una familia aristocrática y mandó a construir una morada negra en las proximidades de Bath. Desaparecido hoy, Fonthill Abbey fue, en su momento, el edificio más sensacional de estilo gótico inglés, tal como lo definió Viollet-le-Duc en su Dictionnaire raisonné d’Architecture de dieciséis volúmenes, publicado a mediados del siglo XIX.
Al parecer, Fonthill era una guarida sofisticada y peligrosa. Allí Beckford, que había sido alumno de Mozart, fijó su residencia tras haber cumplido con los viajes que su familia y educación le exigían. Atrás quedaron su estadía en Suiza, donde escribió el Vathek en francés, y sus andanzas por Italia, y ya no hubo, de pronto, más que la obsesiva decoración de su casa, entendida como inagotable gabinete de curiosidades. Allí vivió, a partir de 1796, como un recluso, leyendo la biblioteca entera de Edward Gibbon, que había comprado en Londres. Allí, iluminado por una luz necromántica, invención de su amigo el conde Philippe de Loutherbourg, tuvo el tupé, como el califa árabe de su novela, de prolongar su niñez (de vender su alma al Príncipe de las Tinieblas) y de crear para sí un mundo en miniatura, un espacio cerrado de intensidades como una cajita de música, donde representar su teorema de la felicidad imposible.
Lord Byron comprendió la finura de esa perversión y la festejó, confundiendo autor y personaje, en su poema Childe Harold’s Pilgrimage (1885): There thou too, Vathek/ England’s wealthiest son/ Once form’d thy paradise (Allí también tú, Vathek/ el hijo más rico de Inglaterra/ construiste una vez tu paraíso.) Por su parte, Mallarmé, que vio en el vagabundeo del califa árabe una figura expresionista de una ruina afectiva, pudo leer el Vathek como una semántica de la noche donde proyectar la figura del esteta, del poeta maldito.
Que Fonthill Abbey pueda verse como una réplica ampliada de esa gran cueva oriental que es el Infierno de Iblís (ese lugar al que se va, no para ser castigado por los pecados, sino para pecar) no es, en todo caso, irrelevante. Tampoco lo es la recurrencia, a lo largo de la novela, de la idea de colección. En Vathek, en efecto, todos son coleccionistas: Vathek colecciona conocimiento (incluso, de ciencias inexistentes); su madre Carathis, la mudez y la pestilencia, Iblís, corazones congelados; la princesa Nuronihar, prometida de Vathek, la germinación de su imagen en la sensualidad desatada de su amado; y hasta existe un emir que colecciona inválidos.
Podría decirse que Vathek, igual que Manfred u otros personajes de la literatura gótica, procura la detención del tiempo y la promiscuidad de la pena, con la obstinación de quien se niega a haber perdido la infancia. Algo semejante ocurre en la mansión real de Fonthill. En ambos casos, Beckford se nutre de toques de Oriente, de una sensualidad más lúcida que la inteligencia y de la inteligencia de la oscuridad y, con esos tres ingredientes, construye una posesión que, a la vez, cancela el objeto y el presunto sujeto de lo poseído. El resultado es pura fusión, una fundición, una fundación posible de nuevos significados antiquísimos. La poesía no anhela otra cosa.
Un palacio de esteta es un museo vivo, un sitio donde buscar el desvío incansable, el aire para poder respirar adentro del ahogo (Beckford era asmático). No confundir: cuando el drama se desencadena, ya todo está perdido. Como en el amor, lo único que existe desde siempre es la tristeza. De ahí la melancolía de coleccionar objetos, poemas, fragmentos de lenguaje. Robar los propios recuerdos con la esperanza de exhibir, al menos, la desmesura como talismán contra el tedio, como antídoto contra la fugacidad. Preferible, diría Beckford, tolerar la frustración de no ser comprendido a desdibujarse en la mediocridad. La frustración, al menos, puede llevar a los pequeños féretros luminosos de la escritura.
Vistas desde esta perspectiva las fantasmagorías, de Horace Walpole y William Beckford se parecen. Ambos actúan como expatriados que vuelven a un sitio que nunca les perteneció. Ambos organizan furiosos ejercicios de mal gusto, parodias empalagosas, efectos teatrales como sinestesias, todo lo necesario, cruel y grotesco para acoger y promover la autodramatización. Su fiesta lúgubre quiere siempre más, exhibe sus secretos para saturar el espacio y, así, no permitir ningún intersticio por donde pudiera escapar el dolor, como si confiaran en que, intensificado, éste es capaz de redundar en un núcleo de belleza, algo parecido a un animal herido sobre un desierto de nieve. En esa casa que eligen, cada cosa hace su muerte pero la muerte no es una intensidad cero sino un refugio del sentimiento. Un espacio entre la apatía y la metamorfosis, donde cada experiencia se vuelve espejo y cada jaula una promesa, un objeto retirado hacia su imagen, su inminencia.



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