El campesino estaba
de pie frente al médico, a los pies de la cama de la moribunda. La vieja,
tranquila, resignada, lúcida, miraba a los dos hombres y les oía hablar. Iba a
morir; no se rebelaba, su tiempo había terminado; tenía noventa y dos años.
Por la ventana y por
la puerta abiertas, el sol de julio entraba a raudales, lanzaba su llama
encendida sobre el suelo de tierra parda, ondulada y apisonada por los zuecos
de cuatro generaciones de labriegos.
También llegaban los
olores del campo, empujados por la caliente brisa, olores de hierbas, de
trigos, de hojas, abrasados bajo el calor de mediodía. Las cigarras se
desgañitaban, llenaban el campo con una crepitación clara, parecida al ruido de
las carracas de madera que venden a los niños en las ferias.
Elevando el tono de
voz, el médico decía:
«Honoré, no puede
usted dejar completamente sola a su madre en este estado. ¡Morirá de un momento
a otro!»
Y el campesino,
afligido, repetía:
«Pero tengo que
recoger mi trigo; hace mucho tiempo que está segado. Precisamente hace buen
tiempo. ¿Qué dices tú, madre?»
Y la vieja moribunda,
todavía atenazada por la avaricia normanda, hacía «sí» con el ojo y con la
frente, animaba a su hijo a recoger su trigo y a dejarla morir totalmente sola.
Pero el médico se
enfadó y dando una patada en el suelo dijo:
«No es usted más que
un bruto, ¿me oye?, y no le permitiré hacer eso, ¿me oye? Y si se ve obligado a
recoger hoy mismo su trigo, vaya a buscar a la Rapet, ¡caray!, y que ella cuide
de su madre. Lo exijo, ¿me oye? Y si no me obedece, le dejaré reventar como a
un perro cuando también usted se ponga enfermo, ¿me oye?»
El campesino, alto y
flaco, de gestos lentos, torturado por la indecisión, por el miedo al médico y
por el amor feroz al ahorro, dudaba, calculaba, balbucía:
«¿Cuánto lleva la Rapet por cuidar?»
El médico gritaba:
«¿Por qué tengo yo que saberlo? Dependerá del tiempo que la necesite.
Arréglese con ella, ¡caray! Pero quiero que esté aquí dentro de una hora, ¿me
oye?»
El hombre se decidió:
«Ya voy, ya voy; no se enfade, señor médico».
Y el doctor se marchó advirtiendo:
«Ya lo sabe, ya lo sabe, tenga cuidado, porque yo no juego cuando me
enfadan».
En cuanto estuvo solo, el campesino se volvió hacia su madre y con voz
resignada:
«Voy a buscar a la Rapet, ya que se empeña ese hombre. No te preocupes,
que ahora mismo vuelvo».
Y salió.
La Rapet, una vieja planchadora, se encargaba de velar a los muertos y a
los moribundos de la comuna y los contornos. Luego, en cuanto había cosido a
sus clientes en la sábana de la que ya no debían salir, volvía a coger su
plancha con la que frotaba la ropa de los vivos. Arrugada como una manzana del
año anterior, malvada, envidiosa, avara con una avaricia que rayaba en el
fenómeno, doblada en dos como si le hubiera roto los riñones el eterno
movimiento de la plancha paseada por las ropas, se hubiera dicho que sentía por
la agonía una especie de amor monstruoso y cínico. No hablaba más que de la
gente que había visto morir, de todas las variedades de fallecimiento a las que
había asistido; y las contaba con una gran minuciosidad de detalles siempre
repetidos, igual que un cazador cuenta sus disparos de escopeta.
Cuando Honoré Bontemps entró en su casa, la encontró preparando el agua
azul para las gorgueras de las aldeanas.
Dijo:
«Hola, buenas noches; ¿le va todo bien, tía Rapet?»
Ella volvió hacia él la cabeza.
«Así así, así así. ¿Y a usted?
–Bueno, yo como siempre, pero mi madre no está bien.
–¿Su madre?
–Sí, mi madre.
–¿Qué le pasa a su madre?
–Que está en las últimas».
La vieja retiró sus manos del agua, cuyas gotas, azules y transparentes,
se deslizaban hasta la punta de sus dedos para volver a caer en el barreño.
Preguntó, con una simpatía súbita:
«¿Tan mal está?
–El médico dice que no pasará de la madrugada.
–¡Entonces claro que está en las últimas!»
Honoré vaciló. Necesitaba algunos preámbulos para la proposición que
preparaba. Pero como no se le ocurría nada, se decidió de golpe:
«¿Cuánto me llevaría por cuidarla hasta el final? Usted sabe que no soy
rico. Ni siquiera puedo pagarme una criada. Es lo que ha puesto así a mi pobre
madre, demasiado esfuerzo, demasiada fatiga. Trabajaba por diez a pesar de sus
noventa y dos años. ¡Hay pocas de esa pasta!...»
La Rapet contestó en tono grave:
«Hay dos precios: cuarenta sous por el día y tres francos la
noche para los ricos. Veinte sous por el día y cuarenta por noche para
los otros. Vosotros me pagaréis veinte y cuarenta».
Pero el campesino reflexionaba. Conocía bien a su madre. Sabía lo tenaz,
vigorosa y resistente que era. Aquello podía durar ocho días a pesar de la
opinión del médico.
Dijo en tono resuelto:
«No. Prefiero que me haga un precio, un solo precio hasta que todo
termine. Así los dos corremos el mismo riesgo. El médico dice que se morirá
enseguida. Si es así, mejor para usted, peor par mí. Pero si llega hasta mañana
o más tiempo, ¡mejor para mí y peor para usted!»
La veladora, sorprendida, miraba al hombre. Nunca había apalabrado una
muerte a tanto alzado. Vacilaba, tentada por la idea de correr un riesgo. Luego
sospechó que querían engañarla.
«No puedo decir nada hasta que no haya visto a su madre, respondió.
–Venga y véala».
Se enjugó las manos y le siguió de inmediato.
De camino, no hablaron. Ella apretaba el paso mientras él alargaba sus
grandes piernas como si en cada zancada tuviera que cruzar un arroyo.
Las vacas tumbadas en el campo, agobiadas por el calor, levantaban
pesadamente la cabeza y lanzaban un débil mugido ante aquellas dos personas que
pasaban, para pedirles hierba fresca.
Al llegar cerca de su casa, Honoré Bontemps murmuró:
«¿Y si ya se hubiera muerto?»
Y el deseo inconsciente que tenía se manifestó en el sonido de su voz.
Pero la vieja no estaba muerta. Permanecía boca arriba en su jergón, con
las manos sobre la colcha de indiana morada, con aquellas manos horriblemente
flacas enlazadas, parecidas a bichos extraños, a cangrejos, y encogidas por los
reumatismos, las fatigas, las tareas casi seculares que había realizado.
La Rapet se acercó a la cama y contempló a la moribunda. Le tomó el pulso,
le palpó el pecho, la escuchó respirar, le hizo preguntas para oírla hablar;
luego, tras haberla contemplado un buen rato, salió seguida por Honoré. Ya
tenía una opinión formada. La vieja no pasaría de la noche. Él preguntó:
«Entonces, ¿cuánto?»
La veladora respondió:
«Bueno, eso durará dos días, quizá tres. Deme seis francos, todo
incluido».
Él exclamó:
«¡Seis francos! ¡Seis francos! ¿Está usted loca? ¡Pero si le digo que
sólo le quedan cinco o seis horas, no más!»
Y los dos, enconados, discutieron largo rato. Cuando la veladora iba a
retirarse, como el tiempo pasaba, como su trigo no se recogía solo, terminó
consintiendo:
«Bueno, de acuerdo, seis francos todo incluido, hasta que se lleven el
cuerpo.
–De acuerdo, seis francos».
Y él se marchó, con paso largo, hacia su trigo dejado en el suelo, bajo
el pesado sol que madura las cosechas.
La enfermera volvió a entrar en la casa.
Se había llevado tarea; porque junto a los moribundos y a los muertos
trabajaba sin tregua, bien para ella, bien para la familia que la empleaba en
esa doble tarea mediante un suplemento de salario.
De pronto, preguntó:
«¿La han administrado por lo menos, tía Bontemps?»
La campesina hizo «no» con la cabeza; y la Rapet, que era devota, se
levantó con viveza.
«¡Dios bendito!, ¿será posible? Voy a buscar al señor cura».
Y se precipitó hacia la rectoral, tan deprisa que, en la plaza, los
chavales, viéndola trotar así, creyeron que había ocurrido una desgracia.
El cura acudió de inmediato, con sobrepelliz, precedido por el
monaguillo que hacía sonar una campanilla para anunciar el paso de Dios a
través del campo ardiente y tranquilo. Unos hombres, que trabajaban a lo lejos,
se quitaban sus grandes sombreros y permanecían inmóviles aguardando a que el
blanco ropaje hubiera desaparecido detrás de alguna granja; las mujeres que
ataban las gavillas se erguían para hacer la señal de la cruz; unas gallinas
negras, asustadas, huían por las cunetas balanceándose sobre sus patas hasta el
agujero, bien conocido por ellas, donde desaparecían bruscamente; un pollino,
atado en un prado, tuvo miedo al ver la sobrepelliz y echó a correr dando
vueltas al extremo de su cuerda, soltando coces. El monaguillo, con su faldón
rojo, caminaba deprisa; y el sacerdote, con la cabeza ladeada sobre un hombro y
tocado con su bonete cuadrado, le seguía murmurando oraciones; y la Rapet iba
detrás, muy inclinada, plegada en dos, como para prosternarse al andar, y las
manos juntas, como en la iglesia.
Honoré los vio pasar de lejos. Preguntó:
«¿Adónde irá nuestro cura?»
Su criado, más sutil, respondió:
«¡Caray, lleva la extremaunción a tu madre!»
El campesino no se extrañó:
«¡Pudiera ser de todos modos!»
Y volvió a su trabajo.
La vieja Bontemps se confesó, recibió la absolución, comulgó; y el
sacerdote se volvió, dejando solas a las dos mujeres en la asfixiante choza.
Entonces la Rapet empezó a mirar a la moribunda, preguntándose si
aquello duraría mucho.
Caía la tarde; el aire, más fresco, entraba en soplos más vivos, hacía
revolotear sobre la pared una estampa sujeta por dos alfileres; las cortinillas
de la ventana, en otro tiempo blancas, ahora amarillas y cubiertas de manchas
de mosca, parecían echar a volar, forcejear, querer irse, como el alma de la
vieja.
Ésta, inmóvil, con los ojos abiertos, parecía esperar con indiferencia
la muerte tan próxima que tardaba en venir. Su aliento, corto, silbaba un poco
en su garganta oprimida. No tardaría en cesar dentro de un rato, y sobre la
tierra habría una mujer de menos a la que nadie echaría en falta.
Honoré volvió al caer la noche. Tras acercarse a la cama, viendo que su
madre aún vivía, preguntó:
«¿Cómo va?»
Lo mismo que preguntaba en otro tiempo cuando estaba indispuesta.
Luego despidió a la Rapet recomendándola:
«Mañana a las cinco, sin falta».
Ella respondió:
«Mañana, a las cinco».
Llegó, en efecto, al salir el sol.
Honoré, antes de ir a sus tierras, comía una sopa que él mismo se había
hecho.
La enfermera preguntó:
«¿Qué, ha muerto su madre?»
Con un pliegue de malicia en los ojos, él respondió:
«Va mucho mejor».
Y se marchó.
Presa de inquietud, la Rapet se acercó a la agonizante, que permanecía en
el mismo estado, oprimida e impasible, con los ojos abiertos y las manos
crispadas sobre la colcha.
Y la enfermera comprendió que aquello podía durar así dos, cuatro, ocho
días; y el espanto encogió su corazón de avara, mientras una rabia furiosa la
rebelaba contra aquel ladino que la había engañado y contra aquella mujer que
no se moría.
No obstante se puso a trabajar y aguardó, con los ojos clavados en la cara
arrugada de la vieja Bontemps.
Honoré volvió para almorzar; parecía contento, casi burlón; después volvió
a marcharse. Decididamente estaba recogiendo su trigo en condiciones
excelentes.
La Rapet se exasperaba; ahora cada minuto que pasaba le parecía tiempo
robado, dinero robado. Tenía ganas, unas ganas locas de agarrar por el cuello a
aquella vieja borrica, a aquella vieja testaruda, a aquella vieja obstinada, y
detener, apretando un poco, aquel leve aliento rápido que le robaba su tiempo y
su dinero.
Luego pensó en los peligros; y como por la cabeza le pasaban otras ideas,
se acercó a la cama.
Preguntó:
«¿Ya ha visto usted al Diablo?»
La vieja Bontemps murmuró:
«No».
Entonces la enfermera se puso a hablar, a contarle historias para
aterrorizar su alma débil de moribunda.
Unos pocos minutos antes de expirar, el Diablo se aparecía a todos los
agonizantes, le contaba. Venía con una escoba en la mano, una olla en la
cabeza, y lanzaba grandes chillidos. Cuando una lo había visto, todo había
terminado, sólo quedaban unos instantes. Y enumeraba a todos aquellos a los que
el Diablo se les había aparecido delante de ella aquel año: Joséphin Loisel,
Eulalie Ratier, Sophie Padaganau, Séraphine Grospied.
La vieja Bontemps, conmocionada al fin, se agitaba, movía las manos,
trataba de volver la cabeza para mirar al fondo de la habitación.
De pronto la Rapet desapareció al pie de la cama. En el armario cogió
una sábana y se envolvió en ella; se puso encima de la cabeza la olla, cuyos
tres pies cortos y curvados se erguían como tres cuernos; cogió una escoba con
la mano derecha y con la izquierda un balde de hojalata que lanzó bruscamente
al aire para que cayese haciendo ruido.
Al chocar contra el suelo causó un estrépito espantoso; entonces, encaramada
en una silla, la enfermera descorrió la cortina que colgaba al final de la
cama, y apareció haciendo muecas, lanzando agudos chillidos contra el fondo del
puchero de hierro que le ocultaba la cara, y amenazando con la escoba, como un
diablo de guiñol, a la vieja campesina agonizante.
Desesperada, con la mirada enloquecida, la moribunda hizo un esfuerzo
sobrehumano para levantarse y huir; hasta llegó a sacar de su manta los hombros
y el pecho, luego volvió a caer lanzando un gran suspiro. Había muerto.
Y la Rapet colocó tranquilamente de nuevo todos los objetos en su sitio,
la escoba en el rincón del armario, la sábana dentro, la olla en el fogón, el
balde sobre la mesa y la silla pegada a la pared. Luego, con movimientos
profesionales, cerró los enormes ojos de la muerta, puso encima de la cama un
plato, echó dentro el agua de la pila de agua bendita, mojó en ella el boj
bendito clavado en la cómoda y, arrodillándose, se puso a recitar con fervor
las oraciones por los muertos que se sabía de memoria, por oficio.
Y cuando Honoré volvió al caer la noche, la encontró rezando, e inmediatamente
calculó que ella se había ganado veinte sous de más, porque sólo había
estado tres días y una noche, que eran cinco francos, en lugar de los seis que
le debía.
Título original:
“Le
Diable”, 1886. Traducción de Mauro
Armiño.
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