La madre Rosa
Pelletrini llevaba veinte arios viviendo sola, absolutamente sola, en una
pequeña aldea de las afueras de Roma. Su marido había muerto, devorado por la
pelagra. Luego las fiebres se habían llevado a su hija. Y su hijo vivía en
París, donde se había casado, había tenido hijos, y el diablo sabía qué hacía.
Ella, la madre Rosa, tenía ochenta años. A pesar del miedo a los viajes
característico de las personas de edad, y a pesar de haber soportado hasta el
momento una ausencia en la que no pensaba muy a menudo, la asaltó el deseo de
volver a ver a ese hijo casi olvidado, de conocer a sus nietos, de no morir sin
haberles dado un abrazo. Poseía muy poco dinero, lo suficiente para realizar el
viaje, una pequeña fortuna penosamente amasada, miga tras miga, moneda sobre
moneda, dinero suciamente ahorrado en sus continuas limosnas. Pues, no pudiendo
ya trabajar, la madre Rosa Pelletrini vivía de la caridad pública y de las
colectas del domingo en la iglesia. Ciertamente la asustaba un poco el hecho de
separarse de ese dinero, todo el que poseía, y correr la suerte incierta de un
viaje tan largo. Pero el deseo, transformado pronto en obsesión maníaca, ahogó
los consejos de la prudencia y triunfó sobre las resistencias de la avaricia.
Por otro lado, dejando de lado los ocasionales achaques que suelen sufrir los
viejos, conservaba su valentía y su entereza. Además, esperaba que su hijo
fuera rico, y se consolaba diciéndose que no se trataba de algo tan loco como
pudiera parecer. No habiendo leído a Leopardi, la madre Rosa era optimista.
Encendió un cirio a la virgen y partió, llena de confianza y alegría.
Al llegar, un poco
mareada y con mucho cansancio, no fue reconocida por su hijo. Al decir su
nombre, recibió una hiriente blasfemia como respuesta.
—¿Qué has venido a
hacer aquí?
—He venido a verte,
hijo mío —apenas pudo responder la buena mujer.
El hijo se enfureció
y contestó, en mal tono:
—Hubieras debido
quedarte donde estabas, vieja callejera... no puedo hacerme cargo de tu
manutención... no tengo nada para ti.
—Pero yo casi no
como... y, para dormir, un colchón de paja en un rincón me alcanzará.
El hijo reflexionó un
instante.
—No. Vuelve. No
tienes nada que hacer aquí.
La madre suplicó:
—¡Pero, hijo! ¡Te lo
ruego! ¿Cómo podría volver? He gastado el poco dinero que tenía. Los viajes son
caros, me he quedado sin nada. Y mis piernas están demasiado débiles, no
podrían llevarme muy lejos.
—¡Te llevarán al
infierno! ¡Vete!
—Hijo... tanto tiempo
sin verte, ¿y me recibes así?
—Déjame en paz y vete
de una vez.
La madre se cubrió el
rostro con su delantal y sollozó lastimosamente. Pero Pelletrini tuvo una idea,
muy distinta de las injurias que acababa de proferir. Se calmó y dijo, en un
tono más dulce:
—Sea, quédate; pero
bajo una condición.
—Lo que tú quieras...
—Vas a trabajar, a
ganarte el pan.
—Me gustaría, claro
que sí, pero ya no tengo fuerza en los brazos... ¡Soy tan vieja!
—Bueno, no se trata
de trabajar en el puerto. Harás lo que hago yo, lo que hacen mi mujer, mis
hijos, todos aquí. Irás a posar a los ateliers.
Ella no sabía qué era
ir a posar a los ateliers. Cuando su hijo se lo explicó, quedó pasmada:
—¡Por la Virgen!
—gritó, juntando las manos corno en un rezo—. ¿Quieres que me desnude delante
de un hombre? ¿Yo, que jamás me mostré desnuda a nadie? ¡Ni siquiera a tu
padre, lo juro sobre la cruz!
Su hijo se rio con
sarcasmo. La confidencia transformó su cólera en diversión.
—¿Crees que tu vieja
piel ya no excita a los caballeros?
—Hijo, no te burles
de mí. —Había enrojecido de vergüenza—. Es que estoy demasiado vieja —murmuró—.
Nadie querrá tomarme como modelo.
—No te ocupes de eso.
Hay quienes gozan de vejestorios como tú.
—No seas impío...
Pero el modelo,
nuevamente irritado, comenzó a golpear a su madre. Cuando la hizo caer, la
amenazó con echarla a la calle. Entonces ella consintió en ir a los ateliers.
La he visto ayer, a
la madre Rosa, en lo de un amigo escultor. Al entrar en el atelier vi a una
mujer muy vieja, desnuda, sentada sobre la mesa de modelado. Era ella. Inmóvil
como una estatua, tenía la espalda encorvada; la cabeza, de cabello ralo y
sucio, inclinada sobre un hombro, en un gesto doloroso; sus manos y una parte
de los antebrazos se hundían entre los muslos, pegados uno a otro para ocultar
la entrepierna y echar un velo de sombra espesa sobre la desnudez triste del
sexo; y sobre los muros pintados con cal, en esa atmósfera de yeso, entre los
vaciados de fría blancura que llenaban el atelier, las viejas carnes magulladas
parecían más amarillentas, con reflejos de luz verdosa; adquirían tonos lisos y
el cálido barniz del marfil antiguo. Frente a esa imagen no pude contener un
rapto de melancolía, esa melancolía punzante y amarga que inspira la ruina de
los seres, la muerte de las cosas. Y me dije, pensando en las mujeres que he
amado: “Pronto serán similares a las momias sumergidas en sus sarcófagos. Y los
odres rosáceos de los senos que tantas veces vertieron en mí la ebriedad del
deseo se vaciarán y colgarán como delicias extinguidas; ajados, chatos, asquerosos
como jirones de yesca, como párpados muertos. Y sus bocas, en cuyo perfumado
aliento palpitaban besos estremecedores, serán sólo negros y fétidos agujeros
que exhalarán la muerte”.
Sin embargo; la pobre
vieja no era tan repugnante como me había parecido. Se notaba que había sido
hermosa y, a pesar de las arrugas del cuello, surcos de sombra que calaban en
la garganta, entre los tendones descarnados y las clavículas salientes; a pesar
de los senos, cayendo vergonzosamente con una extraña flaccidez sobre la
gordura que ahogaba el torso; a pesar del derrumbe de las caderas, en las que
la piel flotante se agitaba como un viejo trapo, estirado y gastado, a pesar de
todo esto podía encontrarse elegancia en las líneas, nobleza en los contornos,
beldades todavía vivas, dispersas en la marchitez. Las piernas, sobre todo, un
poco magras, un poco demasiado largas, pero derechas y firmes, sin inflamación
en las rodillas, sin callos en los tobillos, tenían algo de joven y dócil que
me hechizó. Incluso el vientre, repugnante al principio a causa de su
deformación, conservaba una redondez nítida, un trazo delicado, una curvatura
muy amable a pesar del terrible pliegue que lo cortaba en dos, formando una
profunda herida sobre el ombligo.
La observé con
atención, envuelto en una casi dolorosa piedad y atormentado, a la vez, por una
inquietud. Sentada en la mesa, la madre no se movía. Desde que yo había entrado
en el atelier, ninguno de sus algodonosos pliegues había temblado; ningún escalofrío
había hecho vibrar sus pobres músculos. Una mosca que daba vueltas a su
alrededor se posó en su hombro, avanzó entre las zanjas de sus arrugas, se
hundió entre los trapos caídos de sus senos, subió por un brazo y se perdió
detrás de la nuca sin que la vieja pareciera experimentar la menor sensación de
cosquillas. Viéndola tan inerte parecía de piedra, y nada era más aterrador que
la inmovilidad lóbrega de ese ser ruinoso y viviente. La cabeza, siempre
inclinada sobre el hombro, unida al tronco por los tendones oblicua y
violentamente tensados como cuerdas, permanecía en una inercia tan completa que
fui ganado por el miedo, por la alucinación. Pues me miraba, la vieja desnuda.
Me miraba con obstinación y sus ojos, aunque me fuera imposible detectar el
menor movimiento en sus pupilas, el más ligero deslizamiento de sus párpados,
sus ojos se agrandaban, siempre clavados en mí. Inmóviles, trastornados,
pasaban del miedo a la cólera, de la cólera al ruego y del ruego a la
vergüenza, expresando, en el mismo segundo, mil pensamientos contrarios y
rabiosos, siempre sin moverse. Y no sólo no se movían, sino que, a medida que
yo los miraba, a medida que se sucedían en ellos las más intensas, bizarras y
anormales impresiones, sus ojos parecían cada vez más petrificados.
Inexorablemente sus labios pegados se hundían en la boca, moldeando las
mandíbulas desdentadas.
De golpe, el circulo
de sus párpados se humedeció; una capa brillante cubrió la convexidad luminosa
de las pupilas, y dos lágrimas rodaron simultáneamente por las mejillas, leves
y cálidas, luego sobre la desnudez insensible del cuerpo atormentado. Lloró
largo rato, sin moverse. Y lo único vivo que quedaba de ella eran esas lágrimas
que vertían, gota a gota, sobre su pudor mancillado, el sufrimiento enorme de
su alma casta.
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