miércoles, 19 de diciembre de 2012

La octogenaria. Octave Mirbeau.


La madre Rosa Pelletrini llevaba veinte arios viviendo sola, absolutamente sola, en una pequeña aldea de las afueras de Roma. Su marido había muerto, devorado por la pelagra. Luego las fiebres se habían llevado a su hija. Y su hijo vivía en París, donde se había casado, había tenido hijos, y el diablo sabía qué hacía. Ella, la madre Rosa, tenía ochenta años. A pesar del miedo a los viajes característico de las personas de edad, y a pesar de haber soportado hasta el momento una ausencia en la que no pensaba muy a menudo, la asaltó el deseo de volver a ver a ese hijo casi olvidado, de conocer a sus nietos, de no morir sin haberles dado un abrazo. Poseía muy poco dinero, lo suficiente para realizar el viaje, una pequeña fortuna penosamente amasada, miga tras miga, moneda sobre moneda, dinero suciamente ahorrado en sus continuas limosnas. Pues, no pudiendo ya trabajar, la madre Rosa Pelletrini vivía de la caridad pública y de las colectas del domingo en la iglesia. Ciertamente la asustaba un poco el hecho de separarse de ese dinero, todo el que poseía, y correr la suerte incierta de un viaje tan largo. Pero el deseo, transformado pronto en obsesión maníaca, ahogó los consejos de la prudencia y triunfó sobre las resistencias de la avaricia. Por otro lado, dejando de lado los ocasionales achaques que suelen sufrir los viejos, conservaba su valentía y su entereza. Además, esperaba que su hijo fuera rico, y se consolaba diciéndose que no se trataba de algo tan loco como pudiera parecer. No habiendo leído a Leopardi, la madre Rosa era optimista. Encendió un cirio a la virgen y partió, llena de confianza y alegría.

Al llegar, un poco mareada y con mucho cansancio, no fue reconocida por su hijo. Al decir su nombre, recibió una hiriente blasfemia como respuesta.
—¿Qué has venido a hacer aquí?
—He venido a verte, hijo mío —apenas pudo responder la buena mujer.
El hijo se enfureció y contestó, en mal tono:
—Hubieras debido quedarte donde estabas, vieja callejera... no puedo hacerme cargo de tu manutención... no tengo nada para ti.
—Pero yo casi no como... y, para dormir, un colchón de paja en un rincón me alcanzará.
El hijo reflexionó un instante.
—No. Vuelve. No tienes nada que hacer aquí.
La madre suplicó:
—¡Pero, hijo! ¡Te lo ruego! ¿Cómo podría volver? He gastado el poco dinero que tenía. Los viajes son caros, me he quedado sin nada. Y mis piernas están demasiado débiles, no podrían llevarme muy lejos.
—¡Te llevarán al infierno! ¡Vete!
—Hijo... tanto tiempo sin verte, ¿y me recibes así?
—Déjame en paz y vete de una vez.
La madre se cubrió el rostro con su delantal y sollozó lastimosamente. Pero Pelletrini tuvo una idea, muy distinta de las injurias que acababa de proferir. Se calmó y dijo, en un tono más dulce:
—Sea, quédate; pero bajo una condición.
—Lo que tú quieras...
—Vas a trabajar, a ganarte el pan.
—Me gustaría, claro que sí, pero ya no tengo fuerza en los brazos... ¡Soy tan vieja!
—Bueno, no se trata de trabajar en el puerto. Harás lo que hago yo, lo que hacen mi mujer, mis hijos, todos aquí. Irás a posar a los ateliers.
Ella no sabía qué era ir a posar a los ateliers. Cuando su hijo se lo explicó, quedó pasmada:
—¡Por la Virgen! —gritó, juntando las manos corno en un rezo—. ¿Quieres que me desnude delante de un hombre? ¿Yo, que jamás me mostré desnuda a nadie? ¡Ni siquiera a tu padre, lo juro sobre la cruz!
Su hijo se rio con sarcasmo. La confidencia transformó su cólera en diversión.
—¿Crees que tu vieja piel ya no excita a los caballeros?
—Hijo, no te burles de mí. —Había enrojecido de vergüenza—. Es que estoy demasiado vieja —murmuró—. Nadie querrá tomarme como modelo.
—No te ocupes de eso. Hay quienes gozan de vejestorios como tú.
—No seas impío...
Pero el modelo, nuevamente irritado, comenzó a golpear a su madre. Cuando la hizo caer, la amenazó con echarla a la calle. Entonces ella consintió en ir a los ateliers.

La he visto ayer, a la madre Rosa, en lo de un amigo escultor. Al entrar en el atelier vi a una mujer muy vieja, desnuda, sentada sobre la mesa de modelado. Era ella. Inmóvil como una estatua, tenía la espalda encorvada; la cabeza, de cabello ralo y sucio, inclinada sobre un hombro, en un gesto doloroso; sus manos y una parte de los antebrazos se hundían entre los muslos, pegados uno a otro para ocultar la entrepierna y echar un velo de sombra espesa sobre la desnudez triste del sexo; y sobre los muros pintados con cal, en esa atmósfera de yeso, entre los vaciados de fría blancura que llenaban el atelier, las viejas carnes magulladas parecían más amarillentas, con reflejos de luz verdosa; adquirían tonos lisos y el cálido barniz del marfil antiguo. Frente a esa imagen no pude contener un rapto de melancolía, esa melancolía punzante y amarga que inspira la ruina de los seres, la muerte de las cosas. Y me dije, pensando en las mujeres que he amado: “Pronto serán similares a las momias sumergidas en sus sarcófagos. Y los odres rosáceos de los senos que tantas veces vertieron en mí la ebriedad del deseo se vaciarán y colgarán como delicias extinguidas; ajados, chatos, asquerosos como jirones de yesca, como párpados muertos. Y sus bocas, en cuyo perfumado aliento palpitaban besos estremecedores, serán sólo negros y fétidos agujeros que exhalarán la muerte”.
Sin embargo; la pobre vieja no era tan repugnante como me había parecido. Se notaba que había sido hermosa y, a pesar de las arrugas del cuello, surcos de sombra que calaban en la garganta, entre los tendones descarnados y las clavículas salientes; a pesar de los senos, cayendo vergonzosamente con una extraña flaccidez sobre la gordura que ahogaba el torso; a pesar del derrumbe de las caderas, en las que la piel flotante se agitaba como un viejo trapo, estirado y gastado, a pesar de todo esto podía encontrarse elegancia en las líneas, nobleza en los contornos, beldades todavía vivas, dispersas en la marchitez. Las piernas, sobre todo, un poco magras, un poco demasiado largas, pero derechas y firmes, sin inflamación en las rodillas, sin callos en los tobillos, tenían algo de joven y dócil que me hechizó. Incluso el vientre, repugnante al principio a causa de su deformación, conservaba una redondez nítida, un trazo delicado, una curvatura muy amable a pesar del terrible pliegue que lo cortaba en dos, formando una profunda herida sobre el ombligo.
La observé con atención, envuelto en una casi dolorosa piedad y atormentado, a la vez, por una inquietud. Sentada en la mesa, la madre no se movía. Desde que yo había entrado en el atelier, ninguno de sus algodonosos pliegues había temblado; ningún escalofrío había hecho vibrar sus pobres músculos. Una mosca que daba vueltas a su alrededor se posó en su hombro, avanzó entre las zanjas de sus arrugas, se hundió entre los trapos caídos de sus senos, subió por un brazo y se perdió detrás de la nuca sin que la vieja pareciera experimentar la menor sensación de cosquillas. Viéndola tan inerte parecía de piedra, y nada era más aterrador que la inmovilidad lóbrega de ese ser ruinoso y viviente. La cabeza, siempre inclinada sobre el hombro, unida al tronco por los tendones oblicua y violentamente tensados como cuerdas, permanecía en una inercia tan completa que fui ganado por el miedo, por la alucinación. Pues me miraba, la vieja desnuda. Me miraba con obstinación y sus ojos, aunque me fuera imposible detectar el menor movimiento en sus pupilas, el más ligero deslizamiento de sus párpados, sus ojos se agrandaban, siempre clavados en mí. Inmóviles, trastornados, pasaban del miedo a la cólera, de la cólera al ruego y del ruego a la vergüenza, expresando, en el mismo segundo, mil pensamientos contrarios y rabiosos, siempre sin moverse. Y no sólo no se movían, sino que, a medida que yo los miraba, a medida que se sucedían en ellos las más intensas, bizarras y anormales impresiones, sus ojos parecían cada vez más petrificados. Inexorablemente sus labios pegados se hundían en la boca, moldeando las mandíbulas desdentadas.
De golpe, el circulo de sus párpados se humedeció; una capa brillante cubrió la convexidad luminosa de las pupilas, y dos lágrimas rodaron simultáneamente por las mejillas, leves y cálidas, luego sobre la desnudez insensible del cuerpo atormentado. Lloró largo rato, sin moverse. Y lo único vivo que quedaba de ella eran esas lágrimas que vertían, gota a gota, sobre su pudor mancillado, el sufrimiento enorme de su alma casta.



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